"Elle est triste elle fait valoir
Le doute qu'elle a de sa réalité dans les yeux d'un autre."

En exil, Paul Eluard.

lunes, 28 de diciembre de 2015

¿Por qué esta ciudad tiene tantas escaleras?

"No comprendo a los ríos. Con prisa errante pasan Desde la fuente al mar, en ocio atareado. 
Llenos de su importancia, bien fabril o agrícola; 
La fuente, que es promesa, el mar sólo la cumple, 
El multiforme mar, incierto y sempiterno. 
Como en fuente lejana, en el futuro 
Duermen las formas posibles de la vida "
Luís Cernuda: A un poeta futuro


"Que el sol sólo es el sol si brilla en ti. 
La lluvia sólo la lluvia si te moja al caer."
Joan Manuel Serrat: Para vivir



-¡Feliz día de los inocentes!
Y yo todavía no sé qué hacer con esta media galleta echada irremediablemente a perder tras haberla mojado en un café con sal.

Rebobinemos 5 minutos.

-Son las 9 ya (te ibas a las 9 y 20, ¿no?), ¿quieres que vaya haciendo café?
-No, si te lo quería llevar yo a la cama.
Mi empanamiento universal a estas alturas del día me impide reaccionar, así que me tumbo en la cama a pensar en cómo volver a pedirle, una vez más, que se case conmigo, y pongo nuestra canción, la de Pedro Guerra.
Ángela trae la taza de café y las galletas. Yo mojo la galleta, plantándole cara al destino, en vez de beber directamente el café, como habría sido lo normal. Entonces pienso que la pobre mujer se ha equivocado y le ha echado sal sin querer...
Luego pienso mejor que es una irresponsable por malgastar el preciado café colombiano de comercio justo, pero de nuevo se adelanta y saca otra taza (mucho más llena, mucho más roja, mucho más bonita) con café del bueno y...con azúcar.
-Tranquila, había utilizado café del malo.
Yo sigo pensando en mi declaración de amor, pero a estas horas del día ella es mucho más rápida y ágil mentalmente que yo y ya está saliendo por la puerta.

Adelantemos 3 horas.

Volvemos a hacer maletas con la banda sonora del "hay que ver cuantas maricadas que tenemos". Pero hacer maletas así da gusto, porque tenemos donde dejarlas, y volver a esparcirlas, y volver a vaciarlas repitiendo otra vez la frase. "Hay que ver cuantas maricadas tenemos". Esta mañana invertimos los roles. Yo, estoy tranquila (la física dice que tiene que caber todo) y me lo tomo con calma, ella representa el nerviosismo y la contrariedad (hay que ver cuantas maricadas tenemos)

Rebobinemos 7 días

-¡Hola!¿te molesto?
-No, dime
-¡He firmado!
-Reeee bien, ¡felicitaciones! ¿vienes a la casa y lo celebramos?
Yo con mi contrato de trabajo indefinido firmado, aunque es cuidando niños de nuevo y apenas 9h por semana, pero mis cálculos me dicen que con eso tengo para el alquiler, más otras chapucillas...
Entonces decido tomar la bici en vez del metro, porque sigue siendo diciembre y sigue haciendo tanto sol, que es un pecado resistirse a sus encantos. Ni siquiera me pongo música, pues la canción ya la tengo elegida y está en mi cabeza, lleva mucho tiempo ya ahí.
-qué dirán las vecinas, cuando aparezcas en limusina....
Los franceses del barrio más chic de Lyon me miran. Una sonriente joven española cantando en bici con un contrato indefinido de niñera en el bolso se escapa de sus problemas cotidianos. Una joven que piensa que es verdad lo que le decían, aquella semana debería haber jugado a la lotería, era increíble que una vez tomada la decisión, en apenas 10 días había conseguido techo y trabajo. Aunque apenas 9h por semana, más otras chapucillas...

Rebobinemos 10 días

Seguía inmersa en el tema del eterno retorno: Quizás ya es hora de saber ya lo que quiero. ¿Volver a cuidar niños? 24 años no es tanto. Una vez me escribieron una carta en la que el redactor en cuestión me confesaba que, una vez, estaba en una de aquellas reuniones políticas de los años 1970, y trotskistas, y maoistas, y stalinistas peleando, y se dijo, "¿pero qué hago yo aquí?". Aunque también me regalaron una vez una guía (usada) de Uruguay, por si un día realizaba mi sueño.
Claro, "¿pero qué hago yo aquí?" ¿Y allí?, ¿Qué haría allí?. Deshojaba una margarita que en verdad era una mandarina en la cima de aquellas escaleras.
Maldita ciudad, y malditas decisiones. Pareciera como si estuviésemos subiendo escaleras, tantas tantas escaleras, valorando, equilibrando, pensando, cuestionando, pero una vez tomada la decisión, tan sólo quedaba el plácido ejercicio de descender los escalones. Simplemente había que poner cuidado para no tropezar, pero el trabajo ya estaba hecho.






















Malditas escaleras.

¿Por qué esta ciudad tiene tantas escaleras?



















           
...tantas escaleras?

Adelantemos, ya por fin, un día. Como dato orientativo, es viernes 11 de diciembre.

-¡Hola! ¿A quién despierto de la siesta?
-A mí no, no sé si papá estaba dormido.
-He decidido que me quedo. No hay problema, con el Máster me lo apañan, solamente me queda casa y curro. Pero para la casa, tengo una genialidad en mente, y para el curro, acaba de llegarme un email para una entrevista el lunes. Así que...¿cómo verías si cojo unos billetes de estos de promoción para ir unos días en Navidades a Madrid?
Ya solamente nos queda la cuesta abajo. Aunque sea con café con sal, una vez al año... no hace tanto daño.

Las pastillas del abuelo: Tantas escaleras



domingo, 13 de diciembre de 2015

Deconstruyendo el eterno retorno

"Lamento decir que me entra por algún sitio, a lo mejor por los dedos de los pies, un grandísimo sentimiento que es en parte liberación y en parte excitación, un sentimiento que me barre el cuerpo entero como una oleada bien potente. Es una cosa que ya he sentido antes, y que por eso sé que no vale gran cosa. Es confuso, por ejemplo, porque no puedo decir que vaya a sentirme extasiado de felicidad durante las próximas semanas. Pero sí sé que debería hacer algo con él, disfrutarlo al menos mientras dure"
Nick Hornby: Alta Fidelidad


"Como un extraterrestre se posa en el suelo 
y me ofrece regalos que trae de otros cielos. 
Le regalo una piedra 
recuerdo de la Tierra."
Extremoduro: Si te vas


Con 16 años me hablaron de una teoría llamada el mito del eterno retorno. Un tal Nietzsche hablaba de un fuego que hacía descomponerse al mundo y de cuyas cenizas este renacía, volviendo a repetirse los mismos acontecimientos, los mismos personajes, los mismos errores, los mismos aciertos...Otro tal Hegel analizaba como en la historia cada episodio aparecía dos veces y, añadía otro tal Marx que esta repetición se daba, una primera vez como tragedia y la otra segunda como farsa. 

No pensaba en la filosofía alemana del XIX aquel domingo (sí, siempre son domingos) en los que mi bicicleta adelantaba al resto del tráfico hacia el puente de la Guillotière. Son domingos, lunes, martes, de reuniones, entrevistas, preparación de entrevistas, preparación de reuniones, autobuses lowcost, visitas a apartamentos, envío de currículums, son domingos, son lunes, son martes de bares cerrados en los que hablar de filosofía alemana no está bien visto, pero, sin embargo, tenemos este gusto de farsa en los labios. Como si el próximo café como excusa para un brainstorming lo hubiésemos ya vivido. Como si levantásemos el brazo izquierdo del manillar de la bici automáticamente. Como si subiésemos aquellas escaleras sin pensar que cuanto más alto es el piso, mayor es el pecado, y sin embargo, siguiésemos subiendo.

Cruzaba el puente escuchando "Within you without you", una de las mejores canciones de George Harrison e, inevitablemente, me acordé de la última vez que sonaba la cara B del disco del Sargento Pimienta. A veces es complicado resistirse a jugar al juego de buscar las 7 diferencias. ¿Cuándo fue la tragedia, cuándo fue la farsa? Hay canciones para escuchar abrazando, pero nunca debe hacerse dos veces. Supongo que llega un momento en la vida en que empezamos a volver a vivir determinados momentos, con el riesgo que las comparaciones conllevan. Creemos vivir en la novedad, en la sorpresa diaria, pero a veces la sensación de farsa nos acompaña....y.... entonces...

Entonces es un domingo de diciembre y el cielo sigue siendo azul. ¿Cómo eso?


Sí, sigue siendo azul, mi paraguas lleva desde principios de octubre roto en la terraza y nadie lo ha echado de menos. Estos días de luz y de, "uy, parece que hoy hace frío", pero luego nunca es para tanto, estos días en los que me acuerdo de la canción de Winter, de los Rolling, y en que seguro que será un invierno frío frío sin que sople el viento del sur, que será un duro, duro invierno. Recuerdo cuando empecé a escribir este blog y hablaba de la última lluvia del invierno. Era marzo, y los días también eran azules, y diciembre no era más que el principio del fin que por fin había finalizado.

Cruzo el puente y me digo que debo volver a escribir, aunque hace ya varias semanas que lo voy diciendo por ahí. Me da la sensación de que siempre sale la conversación, o más bien que yo la busco, y vuelvo a casa con ganas de abrir mi cuaderno, aquel de los largos y duros inviernos. Y me acuerdo de aquella poesía que hice una vez en la que hablaba de un calcetín que se daba la vuelta en una lavadora. Obviamente, era una metáfora, pero estas nunca han sido mi fuerte. Porque, de pronto, todo se removía con tanta facilidad, como en el "Suddenly" quebrando la segunda estrofa del Yesterday de McCartney. Y en parte, menos mal que era así, pues solamente por sacudidas como esas nos damos cuenta de que seguimos sintiendo. 

Quizás el eterno retorno sea esto, volver una y otra vez a girar por la calle Emile Zola y sorprenderse de llegar a la fontaine des Celestins, sin saber si esta vez es la farsa, la tragedia, o la vida misma. Volver entonces a escuchar también a Donovan, y recordar el Álamo en este invierno que nunca llega, en el que diciembre bien podría ser marzo y de vez en cuando apetece reflexionar sobre esta extraña sensación de normalidad, y pegar la pegatina de la última botella de vino en una página del cuaderno, porque ella sabrá expresarse mejor que cualquiera de nuestras palabras.

-Esta canción... esta canción... es de ¡Donovan!... Sí, claro, Catch the wind
-Es verdad, suena a Donovan
-¿conoces a Donovan?

Y la siguiente canción que escuchamos abrazados fue la de Colours, el Sargento Pimienta era ya otra historia. En ese momento, supe que era un "Suddenly" en toda regla, y que con estas cenizas construiremos las calor para cuando llegue el invierno. Disfrutemos de nuestra farsa. 

martes, 3 de noviembre de 2015

La noche de la ciudad en la que la noche no existe

¡Dulces palabras que brotáis del corazón, asomáis al labio y morís sin resonar apenas, mientras que el rubor enciende las mejillas! (...) ¡Vosotros sois la poesía, la verdadera poesía que puede encontrar un eco, producir una sensación o despertar una idea! 
Gustavo Adolfo Bécquer, Cartas literarias a una mujer


¿Por qué no estoy allí?, te preguntarás,
¿Por qué no he tomado ese bus que me llevaría a ti?
Porque el mundo que llevo aquí no me permite estar allí.
Porque todas las noches me torturo pensando en ti.
¿Por qué no solo me olvido de ti?
¿Por qué no vivo solo así?
¿Por qué no solo....

Mario Benedetti

Eran las tres de la mañana y subía la calle de la République en bicicleta. Al final se me había hecho un poco tarde, pero la verdad era que el día había dado de sí, aunque pensando en lo que tenía que hacer al día siguiente me decía, “pedalea, pedalea, pedalea más fuerte”. Como en la canción de Chico Buarque, la vida moderna va tan rápido que los obreros caen de los andamios, pero el tráfico debe seguir, no debe ser perturbado, el pedaleo no se interrumpe, y, sobre todo, el día debe dar de sí. Me acordé de Chico Buarque, pero aquella noche escuchaba justamente esa canción de Silvio en la que anuncia que en este día no sale el sol, sino tu rostro. Seguí pedaleando.

Al día siguiente me esperaba una entrevista de trabajo, una más, y luego ir a recoger a un buen amigo a la estación. “Pedalea, pedalea”, decía yo, para así llegar a aquella plaza que también conozco, en la que ya había aparcado tantas otras veces, pero nunca a las tres de la mañana. Pedaleé y dejé la bicicleta. El Ródano apenas se ve brillar desde la place Tolozan, pero sabemos que está ahí, majestuoso, atravesando la ciudad y abrazándo su parte más delicada, aquella que no llega a ser una isla. Si siguiese la corriente, llegaría a Marsella, anda que no lo he pensado veces. Recorrería Lyon de punta a punta, hasta allá donde (se cruzan los caminos) se reúne con el Saona para seguir juntos hacia el Mediterráneo. “Pedalea, pedalea”, diría a mi barca imaginaria. Luego en Marsella no sabría muy bien que hacer, pero los viajes al sur tienen este especial aroma a jabón de Heno de Pravia, que hace soñar.
Sueño” en francés se dice de dos formas: “sommeil”, que es tener sueño, estar cansado, y “rêve” que son los sueños que se tienen, las ilusiones. Desde la place Tolozan aunque no se deje ver el cercano Ródano podemos soñar con Marsella, o con Toulouse, o con todos los viajes que planeé desde la cafetería del otro lado de la calle, la cual esta noche tampoco se ve, y en la que apuraba los minutos antes de las clases de francés en las que aprendí a distinguir entre los dos tipos de sueños.
Pero aquella noche seguí sin embargo la calle, la misma que lleva a Croix Paquet, donde el tendido eléctrico anunciaba que volvía a ser de día, aunque sólo fuera en este espacio, pero que también señalaba la cuesta, infernal cuesta, de vuelta a casa. Eran las tres de la mañana, se me había hecho tarde, el día siguiente amenazaba con ser largo, la cafetería estaba cerrada, Silvio hablaba precisamente de Chico Buarque y de “quién fuera tu trovador”, el Ródano no estaba iluminado, y mis piernas ya no podían pedalear, pero parecía que era aún de día.

Fantasmas de señores con bolsas del mercado, de señoras paseando al perro, de niños gritando y corriendo, de clochards en Croix Paquet, de estudiantes, de gatos, de turistas y de obreros. Mientras quedase una sola bombilla encendida, seguía siendo de día, mientras siguiese dando cuerda a mi cuerpo para subir disciplinadamente la cuesta, mientras Silvio siguiese cantando, seguía siendo de día. El fantasma de la ciudad no se acuesta, ya me había dado cuenta aquella otra tarde de domingo en la que se me había hecho tarde, pero eso ya es otra historia.
Mientras una sola de las farolas de las que se escapa la luz con forma de mariposa en el plateau de Croix Rousse siguiese encendida, volvía a ser de día, y la noche no era sino un estado de ánimo, como estar de bueno o de mal humor. La noche era la ilusión, era un “rêve” y nadie podría convencerme de lo contrario en la noche de la ciudad en la que la noche no existe. La noche no tiene sentido en aquellos días en los que brindamos prometiendo que el día no acabará hasta que no nos vayamos a la cama. La noche no tiene sentido cuando se nos hace tarde y volvemos a casa arrastrando nuestros cuerpos, almas y fantasmas por la montée de San Sebastián y pasamos junto a la esquina con la calle Bourdeau, donde me caí de la bici al resbalar con el suelo mojado por la lluvia de verano.Y nos acordamos de otras noches ficticias y eternas, porque la noche es internacional. Entonces nos acordamos de cuando Martin perdió las chanclas junto a río y se las llevó la corriente hasta Marsella buscando olor a Heno de Pravia, o cuando en casa de Marie, acariciando una copa de vino blanco le dije aquello de que parecíamos dos divorciadas de series norteamericanas hablando de desamor.

Esta noche que no es noche recuerda que aunque se me hiciera tarde, nunca es tarde. En sus Cartas a una desconocida, Stefan Zweig, decía: “Toda la tarde me la pasé pensando en ti, aún sin conocerte todavía (...) Aquella noche, sin conocerte, soñé contigo por primera vez". Puede que no fuera la primera vez que soñaba contigo sin conocerte. Seguramente sea así. La luz eterna y nocturna de Lyon me ha enseñado a soñar de dos formas, a ver el sol salir en los rostros, a conocer y reconocer a gente, a dejarme llevar (por la corriente), a subir cuestas y a disfrutar de nunca más mirar el reloj cuando el espíritu de las tres de la mañana nos recuerda a través de la luz de las lámparas de mariposas que, en el fondo, sigue siendo de día.

domingo, 11 de octubre de 2015

Comida de guerra: Jodidas pero contentas

"O sea 
resumiendo 
estoy jodido 
y radiante 
quizá más lo primero 
que lo segundo 
y también 
viceversa".
Mario Benedetti

"e il tuo caffè sempre più amaro
il suo colore come il tuo futuro"
Adriano Celentano

"Así es la vida, un constante
querer apagarse y encenderse"
Julio Cortázar


"Tú siempre te levantas de buen humor, ¿no?", me dice Ángela nada más abrir los ojos. Sonrío y admito que no es tanto eso como que estoy aún medio dormida, demasiado como para empezar a cagarme en la mar salada. Luego, ya con la cara lavada reflexiono que por las mañanas sale la niña pequeña que llevo dentro. "¿Consentida?", me dice, buscando la palabra que yo no alcanzo a encontrar. "Sí, algo así."
Me levanto consentida, qué voy a hacerle, pero agradecida. Por eso casi le pido matrimonio aquella primera semana en que me llevó una taza de café recién hecho a la cama. Y no cualquier taza, sino esas maravillas que me regaló mi hermana.
Me gusta el café, contigo, y, si es en la cama ni te cuento. Digamos que soy de gustos sencillos (tampoco nos podemos permitir gustos muy pirotécnicos), pero que nunca falten, que por algo se dice que la vida está hecha de cosas pequeñas.
Por eso mi batalla, ya legendaria, con la cafetera que no hace café me ha tenido tan absorta. Ángela me regaña por mi empeño, "¿por qué sigues intentándolo cada mañana si sabes que no funciona?" Apenas sube una gota de café y el filtro está atascado ya, pero mi orgullo me impedía dar la guerra por perdida...
Pero a enemigo que huye, puente de plata, y a base de puentes estamos viviendo. ¿Qué la cafetera nos la tiene jugada? No pasa nada, se hace un café a la colombiana, es decir, en un puchero. Reconozco que la primera vez que la vi con la cacerola pensé en mi padre y en la cara que pondría con un café tan aguado. Recordé las veces que ha estado a punto de devolver algún café con leche cuando, a pesar de pedirlo oscuro y bien cargado, se encontraba con un líquido marrón clarito. Luego, nunca lo devolvía, pero si intentaba explicar pedagógicamente a la camarera que bien cargado significa echar más café, no más agua. 
Así que yo, con mi eurocentrismo, ante aquella taza de café de puchero no las tenía todas conmigo. "¿Pero qué es un puchero, por qué lo llamas así?", me preguntaba, algo (con razón) molesta. "No sé, se llama así, café de puchero, esto es lo que se tomaba en la posguerra. Bueno, eso cuando se tenía café, normalmente era achicoria".
Ángela sonríe, sin querer se le ha devuelto. Una vez me dijo, refiriéndose a mi tortilla de patata, que la comida española es comida de guerra. Yo me ofendí, con ese extraño patriotismo que me invade a veces en la distancia, diciendo que no, que en la guerra en Madrid no había patatas ni huevos y la tortilla se hacía con la piel de la patata o la monda de las naranjas. "Comida de guerra": tortilla (que ambas devoramos como el mejor manjar jamás habido), lentejas, garbanzos, arroz (mucho arroz), pisto/ratatouille, y otros milagros obrados a base de cebolla o calabacín. Comida de guerra, y café de posguerra, dieta más allá del Atlántico.

Comida de guerra y café de posguerra, felicidad absoluta. Atrás quedó el tiempo de buscar cafeterías en Lyon donde el expresso bajase del 1,50€, ahora eso es un capricho. Son formas diferentes de ver la vida, en el fondo.
Ponemos música, ella me enseña cumbia, salsa, electrotango. O ponemos a Drexler, a Pedro Guerra, a Silvio, que nos las sabemos las dos. Entre nuestra lista de reproducción, un tema de flamenco fusión, "Jodida pero contenta". Nos miramos, "así estamos nosotras". Reímos y brindamos con nuestro tinto (palabra polisémica que puede ser café o vino tinto). Y sobre la mesa, entre mis papeles, un post-it que nos dejó un muy estimado huesped: "Por que estéis más contentas que jodidas". Estamos en ello.



sábado, 12 de septiembre de 2015

Cuando "casa" es una palabra polisémica

“No soy de aquí, ni soy de allá
no tengo edad, ni porvenir
y ser feliz es mi color de identidad”

Facundo Cabral 


“Pintada, no vacía: 
pintada está mi casa
del color de las grandes 
pasiones y desgracias”

Miguel Hernández


Había pasado la medianoche y seguíamos rodeadas de cajas y maletas a medio deshacer. “Me faltan cosas”, “¿y para qué **** quiero yo esto?”, nuestras vidas de apenas hace unos meses empaquetados. Nos miramos y reímos como chiquillas. Moviendo muebles de madrugada, haciendo nuestras las estanterías, pegando postales en los muros, sabemos bien que el sentido de la propiedad es muy relativo.

En un año hemos crecido y aprendido que lo “mío”, lo “nuestro” es lo que sientes como tal. Y que una foto estratégicamente situada en el cabecero de la cama hace más que cualquier contrato de alquiler. Coloco la instantánea de mis padres de finales de los 1980' sin pedir permiso por invadir espacios ajenos. Ángela llena cajitas con caramelos y las pone sobre una cómoda. Sus libros y mis libros tan juntos, sé que la convivencia será muy dulce

“Aquí hace menos frío que en la calle, 
hay leña para un fuego, 
no mucha, pero bueno, 
un poco de calor no viene mal"

Ángela me mira y me dice algo relacionado con la canción que suena. No hacía falta que me lo dijera, yo también lo estaba pensando. “Esa canción me recuerda a ti”, admito. “¿Por qué?, ¿por el carro?”. Claro que me acuerdo del día que volvíamos en su coche de Grenoble. Íbamos de visita y apenas comimos en un restaurante italiano. Luego, en la vuelta, pusimos un disco de Pedro Guerra y creo que casi se me cayó la lagrimita. Porque en ese momento, estos pequeños instantes me hacían inmensamente feliz. Tras Grenoble, visitamos el monasterio de la Chartreuse y nos llevamos de recuerdo un vaso de chupito en el que nos habían dado una muestra de licor y nosotras habíamos guardado, cleptómanamente en el bolso. 

Deshaciendo las cajas y maletas del trasteo/mudanza, ambas hemos encontrado nuestros respectivos chupitos de Chartreuse y hemos vuelto a reír. Yo he seguido organizando cartas y postales, maldiciendo a mis amados corresponsales que olvidan escribir la fecha en la carta, obligándome a mi a una labor de archivo ordenando sobres, matasellos y epístolas. “¿Ponemos postales también en el baño?”. “Vale”, respondo. Ángela ya ha pegado dos postales y un marcapáginas que le he regalado yo. En cuanto a mí... estoy en ello. 

“Aquí hay una canción que no descansa
un hueco para el alma,
sentirse como en casa
un alto en el camino, nada más”

Termina la canción y me dirijo a la cocina a prepararme una infusión. En lo que remuevo el mate, miro alrededor y me entra una indescriptible dicha: ¡una cocina en la que poder entrar, salir, hacer y deshacer libremente! ¡Comer, cenar, desayunar merendar, recenar a la hora que queramos!. Nunca más, ¡nunca más! esa sensación de vivir de prestado. Haciendo la mudanza/trasteo, siguiendo una vez más (y que sea la última) el camino a mi antigua dirección (que no casa), comentábamos que el progreso era ésto, que lo habíamos conseguido, que ahora nos tocaba seguir luchando, pero ante todo disfrutar de l'avenir. "Adoro esta palabra, avenir, ¿cómo se dirá en castellano?". "Futuro", me responde. "No, futuro es future, y no es lo mismo".

La canción había terminado, pero canto en voz alta de nuevo un verso, “sentirse como en casa”. Ángela edita fotos de su último viaje en el ordenador, yo tomo el mate e intento leer un texto infumable para el Máster. Sigue la música, ahora parece que es Mercedes Sosa. Mañana saldremos, daremos una vuelta en bici al barrio, me caeré porque estará lloviendo, Ángela hará café en un puchero mientras nos secamos, invitaremos a unos amigos a cenar y haré una nueva tortilla de patata en la distancia. Seguramente abriremos una botella de vino de los que traje en la maleta. Y puede que hagamos tarta de manzana. 

Sonará la puerta, y podremos decir, “Bienvenidos a nuestro hogar”. Aunque no sea nuestro en verdad, y aunque la temporalidad aceche en cada esquina, he plantado mi postal de Lavapiés, mi tigre de peluche y mis tazas de café, y pienso llamar a este hueco de Lyon “casa”. Y en vez del típico felpudo de “bienvenido”, quizás escriba en la puerta una frase de Benedetti:

“Sólo imagina lo precioso que puede ser
arriesgarse y que todo salga bien"

O mejor la dejo en la puerta del baño.

jueves, 9 de julio de 2015

Los viajes que trajeron a otros vistiendo nuestros cuerpos

"En otras ocasiones a Agustín le gustaba el barullo de la estación de Atocha, allá en su hoyo, el pitido de los trenesm el olor del carbón de las locomotoras, el abolengo que adquieren las maletas por sus etiquetas multicolores. Había viajado un poco y esperaba viajar más. Un vagón de ferrocarril es una cosa muy seria a los veinte años"
Max Aub: Las buenas intenciones. 

Los viajes que trajeron a otros vistiendo nuestros cuerpos”. Ahora que vuelvo a subirme a un avión, esta frase resuena en mi cabeza. Sé que no es mía, pero tardo unos segundos en darme cuenta de dónde la he sacado. Le pongo música y eureka, es de Ismael Serrano. Este año por mi cumpleaños me he hecho una lista de reproducción con 24 canciones. Aquellas que me han acompañado el último año de mi vida, el año de las decisiones, de los volver a empezar, del qué coño hago yo aquí y del cuál es el aquí y cuál es el allá. Son las canciones que escuchaba cada mañana, en los trayectos de una punta de Lyon a la otra que terminaron por constituir mis momentos de paz en los días más locos, las que tarareé y las que amenizaron aquellas veladas entre amigos que me hicieron curarme de mis heridas geográficas.


Lo que nos trajo aquí.
Hay flores secas en esta mañana
y una resaca de pasarme de ti
me entra frío en el porvenir
no tengo abrigo y cierro la ventana”
Carlos Chaouen.

Vinimos buscando un sitio en el que acampar. Igual que fugitivos perdidos amnésicos de donde huían, robinsones sin Viernes y sin isla, exploradores sin brújula y sin carabela. Sin diez cañones por banda, sin viento en popa, pero a toda vela, dejamos nuestros bártulos a una altura indefinida del camino. Algunos admitimos que, cansados de vagar por la cuarta dimensión, amarramos en el primer puerto, otros buscamos excusas y otros disfrazamos el azar con el barniz de que todo estaba previsto de antemano. Ninguno sabíamos qué había sido exactamente lo que nos había traído aquí, pero aquí estábamos.

Más o menos ligeros de equipaje, este apenas consistía en recuerdos y manías en unos casos, mientras que otros nos empeñábamos en la sugestión de lo material, y todavía algunos viajamos solamente con la determinación de olvidar anteriores naufragios. Llevábamos flores secas, resacas y necesidades que subsanar a sabiendas que aquí no lo haríamos. Vinimos buscando tierra virgen en la que asentarnos, o quizás solamente una estación o apenas un ave de paso. El aprendizaje, en todo caso, aunque también en gran parte la enseñanza, el sentirnos útiles, sobre todo válidos, capaces, dispuestos a darlo todo por la nada y a sentirnos dueños de nuestro mismo camino. No importaba si nos ahogábamos, sin nos comportásemos cual cangrejos o si el tiempo y el espacio se paraba a nuestro alrededor. No importaba, porque nosotros caminábamos, quién sabe hacia dónde, bueno, sí, hacia Lyon, pero quién sabe por qué, por cuánto y sobre todo, cómo.


Lo que nos salvó
Algunas veces, mejor no preguntar,
por una vez que algo sale bien,
si todo empieza y todo tiene un final,
hay que pensar que la tristeza también
se va
Jorge Drexler

Cuando era pequeña leí un libro de una niña llamada Anastasia. Sus padres le dieron un día la noticia de que iban a mudarse de barrio, pero ella puso como condición sine qua non que su habitación estuviese en una torre. Sorprendentemente, la familia encontró una casa con una torre para el capricho de Anastasia. Pero lo más importante de la historia era su extraño pasatiempo: hacer listas. Listas de cosas que le gustaban, que no, de pros y contras (obvia), de cosas hechas o todavía por hacer... Yo en mi faceta imitadora, intenté copiar esta particularidad. Creo que ahí nació mi amor por los cuadernos de distintos colores, formas y texturas con el único objetivo de escribir en ellos n'importe qua, así como mi facilidad por dejar las cosas a medias.

En enero de 2015 hacía mucho frío, tomé un folio y lo dividí en 31 pedazos. En ellos escribí 31 cosas que me gustan, del tipo de comprar una barqueta de fresas en el mercado, dar un paseo en bici o ir a un mirador y pasar unos minutos contemplando Lyon. Introduje los papelitos doblados en una caja con forma de Papa Noel que un día contuvo lacasitos y me concedí el capricho diario de tomar uno cada día, con el fin de realizarlo y disfrutar de las cosas bellas de cada día. Aunque luego el pragmatismo se impuso, y el día que Papa Noel me aconsejaba ir al parque llovía, o cuando podía permitirme comprar el periódico y leerlo junto con un café no tuve ni 5 minutos libres, recuerdo que justo el día que tenía mi examen de francés, tomé un papel que me decía “Sal a la calle y canta”. Entonces, terminado el examen, y con apenas 7 minutos para salir de Bellecour, atravesar el Pont Bonaparte, comprar el pan, tomar el funicular en Vieux Lyon, rodear Fourvière e ir a trabajar, me puse los cascos del móvil, pulsé en reproducción aleatoria y grité a los franceses que me miraron con esa expresión suya de superioridad deciochesca que todo empieza y todo tiene un final, hasta la tristeza, el frío e incluso las preguntas retóricas.


Lo que nos atrapó
Mais si nos mains nues se rassemblent,
Nos millions de cœurs ensembles.
Si nos voix s'unissaient,
Quels hivers y résisteraient?”
Zaz

Yo terminé de extraer los 31 papelitos del Papa Noel en aquellos meses de invierno. Todavía era febrero, pero ya empezaba a salir el sol y la persona 1 rodó de risa por el suelo cuando me golpeé con el cristal de una puerta que no se abrió en un tren con origen de Toulouse en la estación de Barcelona. Luego la persona 1 esperó dos días con sus noches en el aeropuerto Charles de Gaulle antes de cruzar el océano. A ella, que vivió entre tinieblos, Francia también la había atrapado.

Pero quizás no salió de todo el sol hasta que me bajé en otra estación, la de Montpellier y rodé yo de risa por sus playas viendo como la persona 2 disfrutaba de una canción de Joaquín Sabina como si descubriese en ese instante lo que era la belleza. Algo del espíritu de la persona 2 tuvo que quedarse en el Mediterráneo, pues mes y medio más tarde, a la orilla de la Saone, ya en Lyon, sus chanclas se escaparon con la corriente buscando reencontrarse con el mar, a la altura de la playa en la que la persona 2 había quedado atrapada.

La persona 2 regresó a sus orígenes transalpinos, donde la cerveza es más barata y el Danubio más respetuoso, pero con la promesa de que si Lyon no cuidaba de los que quedamos entre sus brazos, antes de dormir bajo uno de sus puentes, huyésemos a la capital de Sisí. No sé si el hechizo de la ciudad en la que acampamos como fugitivos amnésicos armados de recuerdos nos soltará, pero la persona 3 y yo tenemos claro que seguiremos viajando y dejándonos atrapar. A mí ella ya me han atrapado sus narraciones bogotanas, su optimismo contagioso y su capacidad de caminar absorbiendo todo su alrededor. La persona 3 me confiesa que ella es muy intensa, y es cierto, por eso le queda tanto que tomar de esta ciudad que ella y yo sabemos que terminará atrapada.

A la persona 4 Francia también la ha atrapado, y como en las verdaderas historias de amor, tras esfuerzo, preocupaciones e impotencia, va a devolverle parte de lo que la persona 4 había renunciado por ella. La persona 4 ilumina cuando sonríe, ella es pura melodía, y aunque bien sabemos que el sonido no se puede atrapar, Lyon ha quedado marcado por su música.


Por eso, en esta noche en la que los aeropuertos han vuelto a jugársela a la persona 5 (servidora), no puedo evitar pensar en que la ciudad también me ha atrapado a mí. Por eso la miro, la acaricio y le confieso que “Volveré”. Claro que volveré, aquí he dejado mis maletas llenas de nostalgias, he jugado a la ruleta rusa con mis incertidumbres y he empezado a hacer otra lista en un cuaderno de colores. ¿Será esta vez la buena? Quién sabe. Por lo pronto, puedo afirmar, orgullosa, que junté mis manos, mi corazón, mi voz y, finalmente, el invierno no nos resistió. 

martes, 30 de junio de 2015

La société française (I)

El plateau de fromage mereció una larga explicación de Doria sobre el papel de los quesos en la gula francesa, en la sabiduría, Albert, de que los españoles solo conocéis el queso de bola y el manchego, quesos sólidos de pueblo con hambre atrasada, mientras que los franceses disponen de casi 300 clases de quesos comercializados que van desde la sutileza del fromage aux fines herbes a la brutalidad del roquefort. No le gustaban a Rosell los quesos, pero hubo de probar hasta tres variedades.
-Recuérdalo bien, Rosell, para cuando te inviten a un domicilio particular en este país. Nunca desprecies el queso y nuca te sirvas menos de tres variedades, porque de lo contrario te pondrán el cartel de excéntrico y te expulsarán primero de la casa, luego de la ciudad y finalmente del país.”

Manuel Vázquez Montalván: El pianista.

El queso es una institución, un modo de vida, una pauta de comportamiento. Que levante la mano el francés que no haya recitado alguna vez en su vida aquella frase de de Gaulle: “¿Cómo quieren gobernar un país donde existen 246 variedades de quesos?” (o 358, o más de 300, o más de 400, la cifra puede variar sustancialmente). Y no es banal. Si tuviese mejor pluma y más tiempo libre haría un análisis sociológico de Francia a través de crónicas gastronómicas, más interesantes sin duda que estas crónicas de la distancia que empiezan a estar algo manidas. Aunque en referencia a mi primer escrito, un buen amigo me dijo que era como leer una novela a plazos pero con las reflexiones reales del que la escribe. Y como a mi me gustó esta crítica, aquí sigo. En cualquier caso, ese es otro tema.
Decía que el queso como fenómeno social en Francia no es un tema banal. Por eso me gustó tanto la cita de una novela de Vázquez Montalván que encabeza este escrito. Se trata de un diálogo entre Doria, un listillo que se las da de controlar toda la vida parisina y Albert Rosell, un músico recién llegado a la ciudad y que, aunque no traga a Doria (normal),que este es un completo fantoche, sabe que le viene bien estar en su esfera. El personaje de Doria es, en efecto, altamente detestable, pero precisamente por eso, magistral, igual de magistral que esta lección de “experto”. Toda una lección de protocolo que en absoluto me esperaba cuando hallé esta novela en los estantes de la sección de versión original de literatura hispanophone en la biblioteca municipal de Lyon. Yo, que sólo necesitaba una buena novela en mi lengua materna para evadirme del cruel invierno francés, poco podía predecir que apenas una semana después hallaría una aplicación práctica al presuntuoso consejo del personaje creado por Vázquez Montalván.


Así, en el frío invierno, fui invitada a cenar a casa de unos vecinos folklóricos que querían practicar su español oxidado tras su luna de miel en Mallorca treinta años atrás. Y para no fallar al folkorismo gabacho (la palabra no es anodina), me convocaron a las 19h y tras un vino blanco con unos tomates cerices de aperitivo, pasamos à table y sirvieron una ratatouille (que es como el pisto manchego, pero con las verduras menos picadas y dependiendo de cada casa, al horno en vez de en cazuela), con un oeuf au plat (que son como huevos fritos, pero sin aceite, lo cual es lo misterio de la física que no se les peguen) Terminada la cena, y antes de pasar a la tarte tatin de postre, me propusieron una bandeja entera de quesos, que si bien no había los doscientos cuarenta y seís de De Gaulle, llegaban a la decena.
Entonces, yo, primeriza, imité su gesto de limpiar el cuchillo con un pedazo de pan (lo cual fue un poco absurdo, pues yo no había utilizado el cuchillo, cuya presencia veía ridícula para cortar una ratatouille. Además, tuve que repetir pan, pues el pedazo inicial lo había ya gastado con la yema del huevo y arrebañando el plato). De este modo, con mi cuchillo relimpio y sobre el pequeño plato de postre que me habían servido, ataqué el plateau de fromages, siguiendo a aquel españolito emigrado en Francia en los '1930: un poco de brie, un pedazo de un petite chèvre y otro de un queso mohoso que no llegaba a ser roquefort y, que lo siento mucho, no le llega a la altura de los talones a mi cabrales.
Orgullosa de mi integración cultural a pasos agigantados, me despedí de los vecinos con un apretón de manos como si estuviésemos firmando un tratado internacional, aunque no debí estar a la altura, pues no han vuelto a llamarme, a pesar de que me prestaron un par de libros que aún no he tenido la oportunidad de devolverles. O eso, o que no les gustó que mojase su espléndida baguette en la yema del huevo.


Sin duda, no soy yo quien para dar consejos a nadie (en verdad en muchas situaciones soy más bien un ejemplo de lo que no hay que hacer), pero, y sin que sirva de precedente, el papel del queso, no como aperitivo, ni en bocadillo, sino única y exclusivamente después del plato principal y antes del postre, en el protocolo afrancesado es algo a tener muy en cuenta. Y como estoy en el país de un tipo de queso para cada día del año, y aspiro algún día a comprender un mínimo de esta folklórica gente, de vez en cuando paseo los domingos por la mañana por los maravillosos mercados del Quai des Celestins o del Boulevard de la Croix Rousse y, evitando tentaciones en los puestos de aceitunas y fresas (sí, hay puestos sólo de fresas), invierto una parte de mi exiguo jornal en catar nuevos quesos, y apunto sus nombres.
Porque en este país tan protocolario, bizarro y apegado a sus tradiciones desde tiempos de Carlomagno, me fui a topar con la única casa de todo el Hexágono, que, además de no tener cafetera (ver http://cronicasdeladistancia.blogspot.fr/2015/06/chez-alberta-o-la-importancia-del-cafe.html ), no les gusta el queso.
Monsieur, así no hay quien se integre.




martes, 23 de junio de 2015

Puentes nuevos


"-Pero el amor también podría ser eso –dijo Gregorovius- Qué maravilla estar admirando a los peces en su pecera y de golpe verlos pasar al aire libre, irse como palomas. Una esperanza idiota, claro. Todos retrocedemos por miedo de frotarnos la nariz con algo desagradable. De la nariz como límite del mundo, tema de disertación."
Julio Cortázar: Rayuela.

Te he visto, monada, y ya eres mía, por más que esperes a quien quiera, y aunque nunca vuelva a verte, pensé. Eres mía y todo París es mío y yo soy de este cuaderno y de este lápiz”
Ernest Hemingway: París era una fiesta.

Volví a París. A veces ocurre que cuadran las ocasiones, los calendarios y las épocas de tener humor para trazar planes aventurados. Sucede que, a veces, cuadran los azares y volví a aquella ciudad que me enseñó como nadie aquello del ni contigo ni sin ti.

Volví a la estación que hace ya tres años me escupió tras diez meses entre sus vagones. Al final todo es como en aquella canción, “pasar la vida entre andenes”. Y que nunca deje de ser así. Porque volver a París significaba encontrar una ciudad que me echaba de menos, quizás bastante más de lo que le echaba yo a ella. Parecía que la ciudad echaba de menos aquella criatura que llegó con tantos sueños en sus maletas y se fue dejando alguno de ellos abandonados bajo los puentes del Sena por no pasar el peso del equipaje permitido por la compañía de vuelo de turno. Aquella criatura escribió en París (a ratos y a malas, pero así es nuestro estilo) un cuaderno con portada de “la noche estrellada” de Van Gogh y parece que le da miedo volver a abrirlo, como si fuese una caja de Pandora. En el fondo lo es, pues guarda el secreto de aquellos sueños que quedaron allí y que me han perseguido como fantasmas o como gárgolas de Notre Dame.

Dice Calamaro que “todo lo que termina, termina mal poco a poco, y, si no termina, se contamina mal, y eso se cubre de polvo”, y esto también es aplicable ahora. ¿Qué significaba en verdad volver? ¿Aceptar que hemos cambiado? ¿O debatir si no ha sido para tanto? Suena, y es cobarde, pero lo que más me dolió al volver a salir de la estación de Châtelet casi cuatro años después fue comprobar que mi reloj se había parado. Que podría ser perfectamente septiembre de 2011 y todo lo que ocurrió desde entonces una simple ilusión en medio de la duermevela. Me dolió ver a París como uno de aquellos viejos amigos que te saludan por la calle sonrientes mientras una, infinitamente ridícula, dudaba si cambiar de acera o hacer como que no lo había visto.

Porque llevo tres años culpando a París de mis fracasos. Voy a volver a Francia, pero no a París, ha sido una de mis máximas desde entonces. Es que los parisinos son muy...., y es cierto, pero no es suficiente. París me enseñó el amor-odio, ese sentimiento que tanto me fascina y que es mi verdadera perdición, aunque con el tiempo el odio se ha ido difuminando, perdurando el amor, como suele pasar con muchas cosas. La memoria es caprichosa. Y hay recuerdos que obsesionan.

Era el 28 de junio de aquel 2012 y paseaba, por última vez, por mi adorado Boulevard Saint Michel. Retenía las lágrimas, lo cual nunca se me ha dado bien, pero la melodía de la Valse d'Amélie (topicazo) de Yann Tiersen proveniente de una cajita de música de un escaparate que mi hermana, que me acompañaba en mi despedida, empezó a tocar, mandó al carajo mi fortaleza. Hoy esa misma cajita está en mi mesilla de noche de Lyon. Yo, tan apegada a los recuerdos, y a lo material.

Algo antes, en julio de 2011 me dejé llevar y mis pies me llevaron junto a la estatua de Henri IV, sobre el Pont Neuf, el Puente Nuevo que en verdad es el más antiguo de París. Seguí a mis insolentes pies que, como yo, apenas conocían la ciudad pero tenían necesidad de pararse. De pararse a respirar tras un día entero visitando habitaciones para vivir, de las que la mitad no encontré la dirección y la otra, o bien escapaba de mi presupuesto, o no entendí nada de lo que me decían. A respirar, y rellenar de oxígeno fresco la impotencia de alguien tan pequeño en una ciudad tan grande de la que nunca se ve el final. A parar los pies, respirar, cerrar los ojos, abrirlos y, entonces, ver la belleza.

Por eso, ahora, en junio de 2015 he vuelto al Puente Nuevo, a cerrar los ojos, volver a abrirlos y dejarme envolver por la panorámica. Y sobre todo, extender el brazo, la mano y los dedos, para sentir que todo eso estaba a mi alcance. Que la impotencia, la nostalgia, el miedo a crecer, y el resto de fantasmas no podrían con alguien a quien le cabe París en la palma de su mano. Por eso, en el domingo más parisino de los que hubiese pasado, tomé la bicicleta en la Gare de Lyon, crucé hacia Austerlitz, aparqué en Les Gobelins y subí por el olor a queso de la calle Mouffetard. Llegué al Panteón, la biblioteca de Saint Géneviève y las escaleras en las que en Midnight in Paris un coche con Fitzgerald y Hemingway recoge a extraños anacrónicos, como yo. Me rencontré con los jardines de Luxemburgo y volví a bajar el Boulevard Saint Michel, rodeé Notre Dame, la isla de San Luís y crucé a la orilla derecha del Sena, para desde allí atravesar el Pont Neuf, alargar el brazo, la mano, los dedos y tomar París entero.


Toca entonces retomar la pregunta, ¿Qué significaba en verdad volver? ¿Aceptar que hemos cambiado? Reconoce la canción de Marwan que mi fantasma es “no saber cerrar los grifos que te empeñas en abrir”. Porque sigo sin saber cerrar grifos, haciéndome un lío con el carril bici del quai d'Orsay, sigo llorando al escuchar cajas de música, sigo haciendo locuras que no le recomendaría ni a mi peor enemigo, sigo agobiándome con los horarios de tren, sigo amando el fetichismo de un café en el lugar adecuado, sigo echando la culpa a los demás, sigo escribiendo a trompicones en cuadernos, sigo creyendo en la perfección de lo imperfecto, acordándome de canciones a destiempo. Sigo perdiendo, precisamente, el tiempo, los pendientes, de vez en cuando la esperanza y también el norte. Pero, quizás solo a base de inhundaciones, pérdidas, locuras, llantos y torpezas he reconocido en París a una criatura perdida, pero que sigue queriendo comerse el mundo, a pesar de todo. Que si los sueños no nos caben en la maleta, siempre nos quedará la posibilidad de tender puentes nuevos para recuperarlos. 


domingo, 7 de junio de 2015

Chez Alberta o la importancia del café de referencia


En el Café de los recuerdos una mujer bebe lentamente un gimlet azul como cielo de verano, frío como el espejo del pasado. Entra lentamente un hombre vestido de blanco, panamá en la cabeza y luz de zafiro en los ojos. El bar está tranquilo. Los recuerdos sobrevuelan las tertulias en torno a las mesas, se agarran a las paredes como mariposas cansadas, se posan sobre la espuma de cada cerveza, dibujan lo vivido posándose en el fondo de cada taza de café. El rumor del bar es como un lejano estruendo de golondrinas haciendo vuelo rasante. Hay vida en este bar que espera tu llegada, agua de mayo para vestir de flores los fusiles y las ventanas.”
Ismael Serrano.


Odio, je deteste, vivir en casa ajena. Pero lo odio aún un poco más, si cabe, cuando en esta casa ajena no se toma café. La casa ajena que está llena de aparatos por y para todo, a saber, un deshuesador de cerezas, pelador de manzanas, chisme para hacer huevos duros o à la coque, máquina de goffres, mandolina, picador de ajos etc. Mil y un cachivache pero no tienen una ridícula cafetera italiana. En la casa de los cachivaches inútiles justifican mis mofas entreveladas diciendo que son el país de Lépine (un prefecto de la policía de París que creó en 1901 un concurso de inventos, que continúa actualmente) y a mí me hace mucha gracia aquello de “el país de...” Ser el país de Descartes es la excusa para su absurdamente rígida metodología académica. Ser el país de Napoleón para su obsesión por ser una potencia a nivel internacional.


En cualquier caso, en la casa del país de Lépine no hay café, y yo eso lo llevo muy mal. He intentado suplirlo comprando un calentador de agua para hacerme té a discreción en mi cuarto, pero no es lo mismo. Sobre todo, porque tomar un té sola al terminar o empezar el día, estudiando o vagueando simplemente, es algo diferente a lo que es el café para mí. El café yo lo veo como un fenómeno social. Por eso me lancé en una desesperada búsqueda por todo Lyon para encontrar una cafetería, un bar que hiciese las veces de cuartel general y lugar de referencia. 


Hay un cuento de Galeano en el que un marinero que atraca de noche en una ciudad entra en un café. “Llueve desde lejos; la lluvia se abate contra las ventanas del café del griego y hace vibrar los vidrios. La única lámpara, amarilla, luz enferma, oscila desde el techo. En la mesa del rincón, no hay ninguna muchacha tomándose un cortado ni fabricando un barquito con el papel del azúcar para que el barquito navegue en el vaso de agua y naufrague. Hay un hombre que mira llover, en la mesa del rincón, y ninguna otra boca fuma de su cigarrillo”. Pues bien, yo soy de las que hace barquitos de papel tomándose un cortado. Y eso es lo que buscaba en Lyon, pero ya se sabe, el pasado a veces pesa y los recuerdos nos vuelven exigentes.

¿Dónde encontraría un bar como aquel de mi barrio en el que el café con leche y el pincho de buena tortilla cuesta 2€? ¿O aquel que estaba enfrente de mi último trabajo y que nada más entrar, me ponían el café en taza, oscuro y con leche caliente sin que dijese ni los buenos días? Son bastantes los cafés de Madrid que he adoptado como cuartel general y que he frecuentado en invierno o en verano, a las 5 de la mañana o a las 10 de la noche. En los que he leído, escrito cartas, discutido, preparado exámenes, ponencias, he establecido verdaderas amistades y me he perdido en el mundo removiendo el café con una cucharilla obsesivamente. Café que su simple evocación significa recordar toda una época. Y Lyon necesitaba también su decorado en mis futuras nostalgias.

Por eso me lancé a la caza del café. Primer impedimento: la lógica de precios francesa. Café solo en taza pequeña puede costar 1,20 en los sitios más económicos. El problema es cuando lo pides con leche y el precio se duplica. ¿Por qué? ¿Acaso tienen que ordeñar la vaca en la cocina? Obviamente, ya en París hace unos años me acostumbré a tomar el café solo. Café noir. Café noisette, el cortado (como en el cuento de Galeano), costaba 1,30 en el primer candidato a ser mi café lyonés. Haciendo esquina con la academia en la que estudiaba francés, bien podría haber sido candidato a protagonizar la canción de Aute, Las cuatro y diez,

¿Quieres helado de fresa/
o prefieres que te pida ya el café?/
Cuéntame como te encuentras/
aunque sé que me responderás: muy bien.”

Otro candidato fue uno de esos postmodernamente detestables cafés librerías, que como tenía la silueta de Chaplin en la puerta, tenía su encanto. Cercano a la place Sathonay, que irremediablemente me recuerda a la Plaza Vieja de Vallecas, tenía también a priori todos los ingredientes. Sin embargo, no conseguí identificarme del todo con ellos. ¿Sería que me faltaba la compañía? ¿Que nunca conseguía disponer verdaderamente de los suficientes minutos para tomarme el café a gusto?


Hasta que Chez Alberta interrumpió en mi rutina lyonesa. Situado a unos metros de mi casa, justo al lado de la entrada del funicular, en seguida captó mi atención. Y lo hizo por una razón nada desdeñable: si no fuese por el nombre (Chez Alberta. Bar de la colline) y por su situación en la rue de Trion, bien podría ser un bar de cualquier pueblo castellano. Toldo verde, terraza inamovible a pesar del clima, siempre abierto. Un bar cutre, que diríamos. Siempre con gente, pero no mucha, y siempre obreros de 40 o jubilados a los que apenas les faltan las fichas de dominó. Pero Chez Alberta tenía un problema: estaba tan cerca de mi casa, que no merecía la pena ir.

Por eso lo descubrí solo hace unas semanas. Vi la oportunidad cuando la desviación del autobús de Martin le obligó a pasar por este barrio y le propuse tomarnos un café allí. Martin no lo supo, pero era la excusa que llevaba meses buscando. Entonces, me senté al fin en aquella terraza y me sentí por fin en una Francia con la que me identificaba. Porque Chez Alberta bien podría ser un bar de Segovia, pero estaba en Lyon, bien podría ser italiano por su nombre, pero no lo era, y su camarera de pelo teñido rojo fuego, con delantal y gafas de fina montura bien podría ser de todo menos francesa y, efectivamente, su marcado acento del este de Europa me daba la razón. Aquel día pedí un pastis, por darle un matiz francés al asunto.


Ayer en Chez Alberta revisaba unas fotocopias que había hecho en el archivo de la Resistencia durante un día de estudio, mientras removía un café noisette que la Alberta del este amablemente me había servido bien caliente y en taza. Subrayé en mis fotocopias un nombre: Antoine Palomarès. Antoine había nacido en el Ariège, hijo de padre español en 1925 y participó en un batallón de inmigrantes en Lyon vinculado al partido comunista durante la Segunda Guerra Mundial. Su hermano Emanuel también, pero una tubercolósis al final de 1944 le causó una discapacidad del 75%. Antoine recibió en 1984 la Medalla al Mérito Militar por sus servicios a la Resistencia, pero desde 1967 estaba parapléjico por un accidente laboral.
Chez Alberta pasó a ser mi café de referencia cuando subrayé en aquella fotocopia el siguiente párrafo de una carta de Antoine Palomarès escrita el 30 de julio de 1985:


Me preguntas si he tenido problemas debido a mis orígenes, en el colegio había discusiones con los italianos o los españoles que a veces terminaban en peleas con los puños. Luego, en el trabajo en la fábrica había compañeros que tenían la necesidad de criticar los orígenes de algunos compañeros, yo los ponía fácilmente en su lugar aludiendo a mi pasado militar y en la Historia de los pueblos. No hay razas, pues entonces la raza francesa estaría compuesta de 27 razas diferentes

27 razas, decía Antoine, que como aquel café, y como yo, no era francés porque era de todos los sitios a la vez, aunque Lyon ya llevaría siempre su huella, 

sábado, 30 de mayo de 2015

Cuando ya no soy yo la que se marcha. Historia de un à bientôt.

Todo es muy raro -dijo Greta- Te pasas media vida tratando de llegar a un punto desde el que no puedas volver y otra media intentando encontrar el camino de regreso”
Benjamín Prado, Raro.

Tres millas de distancia no cuentan cuando existen serios motivos para recorrerlos”
Jane Austen, Orgullo y prejuicio.

Creo que la distancia me ha hecho más egoísta. Y también creo que en estos 9 meses (¿ya?/¿sólo?) el francés no es precisamente mi principal aprendizaje, pero tampoco mi principal defecto. Pues, ante todo, he hecho un curso intensivo en saber relativizar. (Bueno, seguimos en ello). Y relativizar significa no cargarse el mundo sobre los hombros (The Beatles decían a Jude que don't carry the world upon your shoulders) Interiorizar de una puñetera vez aquello de que no tenemos nada (ni somos, que diría Evaristo), por lo que no hay nada que perder. Y, sobre todo, dejar de pensar en mi pequeña tragedia cotidiana como si fueran las siete plagas. Y aprender a relativizar el egoísmo de querer que todo el mundo se acuerde de mi cada día, que me envíen cartas cada semana y que me digan que están deseando que vuelva, como si el ellos no tuviesen ya su propia vida. Pero supongo que a todos nos pasa, ¿no?, al fin y al cabo necesitamos sentirnos queridos, imprescindibles desde el momento que tenemos la suerte de querer y de necesitar a determinadas personas. Porque qué sería de la vida sin reciprocidad.

Aprendo a combatir mi egoísmo justo en el momento en que ya no tiene sentido que nadie me diga aquello de “no quiero que te vayas, quédate conmigo”, sino que los roles se invierten y ya no soy yo la que se marcha, sino la que se queda. Justo en el momento en que todos hemos aceptado mi abandono indefinitivo de mi casa, mi barrio, mi ciudad, y cuando casi sin darme cuenta me he forjado otra casa, otro barrio y otra ciudad. Cuando las llamadas de skype, las cartas se van poco a poco extendiendo en el tiempo, porque tanto los que quedaron como yo (aunque a mí me haya costado bastante más) nos hemos dado cuenta de que estos malditos kilómetros no van a ser capaces de romper los lazos. Cuando he vuelto de visita pero sin perder la sensación de que sigo perteneciendo a ese paisaje a pesar de todo. Entonces, justo en ese momento en el que he superado el síndrome de Estocolmo primero, y luego el dolor de sentirte parte de dos sitios a la vez cantando, como The Clash, si debo quedarme o irme (should I stay or should I go), y aunque siga haciéndome un maldito lío con el aquí, el allá, el ici, el , justo entonces, dejo de ser la que se marcha para ser la que se queda.



Ella se llama Ana, tiene la piel suave y dejó su paradisiaco Río de Janeiro por unos meses para lanzarse a la aventura francesa. Y estoy segura de que para ella el francés tampoco fue su principal aprendizaje. Ana vino, se enamoró y nos enamoró a todos, viajó, sonrió, se hizo un tatuaje, siguió sonriendo, bailó, aguantó el frío y se fue. Con Ana rodé de risa por el suelo cuando un camarero nos trajo un café en vez de las patatas fritas que habíamos pedido. Con Ana terminamos hablando portuñol hartándonos de las batallas lingüísticas de nuestros respectivos acentos y el francés. Ana me ha regalado mucho más que un foulard que vio en Berlín y le recordó a mi, una decena de postales, dos fotografías nuestras dedicadas y una bolsa llena de libros que no le cabían en la maleta de vuelta. Con Ana no he solamente descubierto los mejores lugares de Lyon. Yo aprendí a vivir con sus tardanzas a las citas, y ella con mis horarios locos. Por Ana he dado gracias al azar que hizo que nos encontrásemos en un domingo de septiembre, entre tanto estudiante Erasmus y una Rocío que hizo acto de presencia buscando compañía en ciudad ajena, pero que terminó encontrando amistad.

Ana llegó ayer tarde a nuestra cita en aquel restaurante para despedirnos, antes de que hiciese su último viaje por Italia y cruzase el océano. Como desde el primer día que nos vimos, pedimos las dos el mismo plato. La primera vez fue una crepe de nutella, ayer fueron unos macarrones al pesto. El camarero era portugués y ella le habló en su idioma nativo. Comimos bastante calladas y no hicimos excesivas florituras en nuestra despedida. La abracé, y le dije à bientôt, porque no será un adiós. Le prometí que iría a Río, independientemente de que ella antes decida volver a cruzar el charco.

No le dije adiós porque mi experiencia al otro lado de la trinchera, en el campo de batalla de los que se van, me enseñó eso. Porque ahora soy yo la que me quedo. Me quedo en una casa, un barrio, una ciudad que terminaré haciendo mía, y ahora es otra persona la que se me va. Una ciudad que el mismo día que se marcha Ana, viste sus principales plazas con flores. Se va de esta ciudad a la que le debo el gusto de haberme dado flores como Ana. Ana que se marcha de donde yo me quedo. Se marchó Ana ayer, pero mañana serán otras flores. Flores que volverán a deperdigarse por los dos lados del Atlántico, del mismo modo que yo me desperdigo. Flores que dejamos polen allá a donde vamos, y de vez en cuando algún pétalo, por eso nos vamos reconstruyendo. Ya lo decía Benedetti, mi noción de patria es esta urgencia de decir "nosotros". Nosotros, que nos vamos y nos quedamos al mismo tiempo. Nosotros, que aprendemos cada día, pero que nos olvidamos de pisar el freno, de soltar amarras, de renunciar. En fin, que nos olvidamos de decir adiós.