"Elle est triste elle fait valoir
Le doute qu'elle a de sa réalité dans les yeux d'un autre."

En exil, Paul Eluard.

martes, 30 de junio de 2015

La société française (I)

El plateau de fromage mereció una larga explicación de Doria sobre el papel de los quesos en la gula francesa, en la sabiduría, Albert, de que los españoles solo conocéis el queso de bola y el manchego, quesos sólidos de pueblo con hambre atrasada, mientras que los franceses disponen de casi 300 clases de quesos comercializados que van desde la sutileza del fromage aux fines herbes a la brutalidad del roquefort. No le gustaban a Rosell los quesos, pero hubo de probar hasta tres variedades.
-Recuérdalo bien, Rosell, para cuando te inviten a un domicilio particular en este país. Nunca desprecies el queso y nuca te sirvas menos de tres variedades, porque de lo contrario te pondrán el cartel de excéntrico y te expulsarán primero de la casa, luego de la ciudad y finalmente del país.”

Manuel Vázquez Montalván: El pianista.

El queso es una institución, un modo de vida, una pauta de comportamiento. Que levante la mano el francés que no haya recitado alguna vez en su vida aquella frase de de Gaulle: “¿Cómo quieren gobernar un país donde existen 246 variedades de quesos?” (o 358, o más de 300, o más de 400, la cifra puede variar sustancialmente). Y no es banal. Si tuviese mejor pluma y más tiempo libre haría un análisis sociológico de Francia a través de crónicas gastronómicas, más interesantes sin duda que estas crónicas de la distancia que empiezan a estar algo manidas. Aunque en referencia a mi primer escrito, un buen amigo me dijo que era como leer una novela a plazos pero con las reflexiones reales del que la escribe. Y como a mi me gustó esta crítica, aquí sigo. En cualquier caso, ese es otro tema.
Decía que el queso como fenómeno social en Francia no es un tema banal. Por eso me gustó tanto la cita de una novela de Vázquez Montalván que encabeza este escrito. Se trata de un diálogo entre Doria, un listillo que se las da de controlar toda la vida parisina y Albert Rosell, un músico recién llegado a la ciudad y que, aunque no traga a Doria (normal),que este es un completo fantoche, sabe que le viene bien estar en su esfera. El personaje de Doria es, en efecto, altamente detestable, pero precisamente por eso, magistral, igual de magistral que esta lección de “experto”. Toda una lección de protocolo que en absoluto me esperaba cuando hallé esta novela en los estantes de la sección de versión original de literatura hispanophone en la biblioteca municipal de Lyon. Yo, que sólo necesitaba una buena novela en mi lengua materna para evadirme del cruel invierno francés, poco podía predecir que apenas una semana después hallaría una aplicación práctica al presuntuoso consejo del personaje creado por Vázquez Montalván.


Así, en el frío invierno, fui invitada a cenar a casa de unos vecinos folklóricos que querían practicar su español oxidado tras su luna de miel en Mallorca treinta años atrás. Y para no fallar al folkorismo gabacho (la palabra no es anodina), me convocaron a las 19h y tras un vino blanco con unos tomates cerices de aperitivo, pasamos à table y sirvieron una ratatouille (que es como el pisto manchego, pero con las verduras menos picadas y dependiendo de cada casa, al horno en vez de en cazuela), con un oeuf au plat (que son como huevos fritos, pero sin aceite, lo cual es lo misterio de la física que no se les peguen) Terminada la cena, y antes de pasar a la tarte tatin de postre, me propusieron una bandeja entera de quesos, que si bien no había los doscientos cuarenta y seís de De Gaulle, llegaban a la decena.
Entonces, yo, primeriza, imité su gesto de limpiar el cuchillo con un pedazo de pan (lo cual fue un poco absurdo, pues yo no había utilizado el cuchillo, cuya presencia veía ridícula para cortar una ratatouille. Además, tuve que repetir pan, pues el pedazo inicial lo había ya gastado con la yema del huevo y arrebañando el plato). De este modo, con mi cuchillo relimpio y sobre el pequeño plato de postre que me habían servido, ataqué el plateau de fromages, siguiendo a aquel españolito emigrado en Francia en los '1930: un poco de brie, un pedazo de un petite chèvre y otro de un queso mohoso que no llegaba a ser roquefort y, que lo siento mucho, no le llega a la altura de los talones a mi cabrales.
Orgullosa de mi integración cultural a pasos agigantados, me despedí de los vecinos con un apretón de manos como si estuviésemos firmando un tratado internacional, aunque no debí estar a la altura, pues no han vuelto a llamarme, a pesar de que me prestaron un par de libros que aún no he tenido la oportunidad de devolverles. O eso, o que no les gustó que mojase su espléndida baguette en la yema del huevo.


Sin duda, no soy yo quien para dar consejos a nadie (en verdad en muchas situaciones soy más bien un ejemplo de lo que no hay que hacer), pero, y sin que sirva de precedente, el papel del queso, no como aperitivo, ni en bocadillo, sino única y exclusivamente después del plato principal y antes del postre, en el protocolo afrancesado es algo a tener muy en cuenta. Y como estoy en el país de un tipo de queso para cada día del año, y aspiro algún día a comprender un mínimo de esta folklórica gente, de vez en cuando paseo los domingos por la mañana por los maravillosos mercados del Quai des Celestins o del Boulevard de la Croix Rousse y, evitando tentaciones en los puestos de aceitunas y fresas (sí, hay puestos sólo de fresas), invierto una parte de mi exiguo jornal en catar nuevos quesos, y apunto sus nombres.
Porque en este país tan protocolario, bizarro y apegado a sus tradiciones desde tiempos de Carlomagno, me fui a topar con la única casa de todo el Hexágono, que, además de no tener cafetera (ver http://cronicasdeladistancia.blogspot.fr/2015/06/chez-alberta-o-la-importancia-del-cafe.html ), no les gusta el queso.
Monsieur, así no hay quien se integre.




martes, 23 de junio de 2015

Puentes nuevos


"-Pero el amor también podría ser eso –dijo Gregorovius- Qué maravilla estar admirando a los peces en su pecera y de golpe verlos pasar al aire libre, irse como palomas. Una esperanza idiota, claro. Todos retrocedemos por miedo de frotarnos la nariz con algo desagradable. De la nariz como límite del mundo, tema de disertación."
Julio Cortázar: Rayuela.

Te he visto, monada, y ya eres mía, por más que esperes a quien quiera, y aunque nunca vuelva a verte, pensé. Eres mía y todo París es mío y yo soy de este cuaderno y de este lápiz”
Ernest Hemingway: París era una fiesta.

Volví a París. A veces ocurre que cuadran las ocasiones, los calendarios y las épocas de tener humor para trazar planes aventurados. Sucede que, a veces, cuadran los azares y volví a aquella ciudad que me enseñó como nadie aquello del ni contigo ni sin ti.

Volví a la estación que hace ya tres años me escupió tras diez meses entre sus vagones. Al final todo es como en aquella canción, “pasar la vida entre andenes”. Y que nunca deje de ser así. Porque volver a París significaba encontrar una ciudad que me echaba de menos, quizás bastante más de lo que le echaba yo a ella. Parecía que la ciudad echaba de menos aquella criatura que llegó con tantos sueños en sus maletas y se fue dejando alguno de ellos abandonados bajo los puentes del Sena por no pasar el peso del equipaje permitido por la compañía de vuelo de turno. Aquella criatura escribió en París (a ratos y a malas, pero así es nuestro estilo) un cuaderno con portada de “la noche estrellada” de Van Gogh y parece que le da miedo volver a abrirlo, como si fuese una caja de Pandora. En el fondo lo es, pues guarda el secreto de aquellos sueños que quedaron allí y que me han perseguido como fantasmas o como gárgolas de Notre Dame.

Dice Calamaro que “todo lo que termina, termina mal poco a poco, y, si no termina, se contamina mal, y eso se cubre de polvo”, y esto también es aplicable ahora. ¿Qué significaba en verdad volver? ¿Aceptar que hemos cambiado? ¿O debatir si no ha sido para tanto? Suena, y es cobarde, pero lo que más me dolió al volver a salir de la estación de Châtelet casi cuatro años después fue comprobar que mi reloj se había parado. Que podría ser perfectamente septiembre de 2011 y todo lo que ocurrió desde entonces una simple ilusión en medio de la duermevela. Me dolió ver a París como uno de aquellos viejos amigos que te saludan por la calle sonrientes mientras una, infinitamente ridícula, dudaba si cambiar de acera o hacer como que no lo había visto.

Porque llevo tres años culpando a París de mis fracasos. Voy a volver a Francia, pero no a París, ha sido una de mis máximas desde entonces. Es que los parisinos son muy...., y es cierto, pero no es suficiente. París me enseñó el amor-odio, ese sentimiento que tanto me fascina y que es mi verdadera perdición, aunque con el tiempo el odio se ha ido difuminando, perdurando el amor, como suele pasar con muchas cosas. La memoria es caprichosa. Y hay recuerdos que obsesionan.

Era el 28 de junio de aquel 2012 y paseaba, por última vez, por mi adorado Boulevard Saint Michel. Retenía las lágrimas, lo cual nunca se me ha dado bien, pero la melodía de la Valse d'Amélie (topicazo) de Yann Tiersen proveniente de una cajita de música de un escaparate que mi hermana, que me acompañaba en mi despedida, empezó a tocar, mandó al carajo mi fortaleza. Hoy esa misma cajita está en mi mesilla de noche de Lyon. Yo, tan apegada a los recuerdos, y a lo material.

Algo antes, en julio de 2011 me dejé llevar y mis pies me llevaron junto a la estatua de Henri IV, sobre el Pont Neuf, el Puente Nuevo que en verdad es el más antiguo de París. Seguí a mis insolentes pies que, como yo, apenas conocían la ciudad pero tenían necesidad de pararse. De pararse a respirar tras un día entero visitando habitaciones para vivir, de las que la mitad no encontré la dirección y la otra, o bien escapaba de mi presupuesto, o no entendí nada de lo que me decían. A respirar, y rellenar de oxígeno fresco la impotencia de alguien tan pequeño en una ciudad tan grande de la que nunca se ve el final. A parar los pies, respirar, cerrar los ojos, abrirlos y, entonces, ver la belleza.

Por eso, ahora, en junio de 2015 he vuelto al Puente Nuevo, a cerrar los ojos, volver a abrirlos y dejarme envolver por la panorámica. Y sobre todo, extender el brazo, la mano y los dedos, para sentir que todo eso estaba a mi alcance. Que la impotencia, la nostalgia, el miedo a crecer, y el resto de fantasmas no podrían con alguien a quien le cabe París en la palma de su mano. Por eso, en el domingo más parisino de los que hubiese pasado, tomé la bicicleta en la Gare de Lyon, crucé hacia Austerlitz, aparqué en Les Gobelins y subí por el olor a queso de la calle Mouffetard. Llegué al Panteón, la biblioteca de Saint Géneviève y las escaleras en las que en Midnight in Paris un coche con Fitzgerald y Hemingway recoge a extraños anacrónicos, como yo. Me rencontré con los jardines de Luxemburgo y volví a bajar el Boulevard Saint Michel, rodeé Notre Dame, la isla de San Luís y crucé a la orilla derecha del Sena, para desde allí atravesar el Pont Neuf, alargar el brazo, la mano, los dedos y tomar París entero.


Toca entonces retomar la pregunta, ¿Qué significaba en verdad volver? ¿Aceptar que hemos cambiado? Reconoce la canción de Marwan que mi fantasma es “no saber cerrar los grifos que te empeñas en abrir”. Porque sigo sin saber cerrar grifos, haciéndome un lío con el carril bici del quai d'Orsay, sigo llorando al escuchar cajas de música, sigo haciendo locuras que no le recomendaría ni a mi peor enemigo, sigo agobiándome con los horarios de tren, sigo amando el fetichismo de un café en el lugar adecuado, sigo echando la culpa a los demás, sigo escribiendo a trompicones en cuadernos, sigo creyendo en la perfección de lo imperfecto, acordándome de canciones a destiempo. Sigo perdiendo, precisamente, el tiempo, los pendientes, de vez en cuando la esperanza y también el norte. Pero, quizás solo a base de inhundaciones, pérdidas, locuras, llantos y torpezas he reconocido en París a una criatura perdida, pero que sigue queriendo comerse el mundo, a pesar de todo. Que si los sueños no nos caben en la maleta, siempre nos quedará la posibilidad de tender puentes nuevos para recuperarlos. 


domingo, 7 de junio de 2015

Chez Alberta o la importancia del café de referencia


En el Café de los recuerdos una mujer bebe lentamente un gimlet azul como cielo de verano, frío como el espejo del pasado. Entra lentamente un hombre vestido de blanco, panamá en la cabeza y luz de zafiro en los ojos. El bar está tranquilo. Los recuerdos sobrevuelan las tertulias en torno a las mesas, se agarran a las paredes como mariposas cansadas, se posan sobre la espuma de cada cerveza, dibujan lo vivido posándose en el fondo de cada taza de café. El rumor del bar es como un lejano estruendo de golondrinas haciendo vuelo rasante. Hay vida en este bar que espera tu llegada, agua de mayo para vestir de flores los fusiles y las ventanas.”
Ismael Serrano.


Odio, je deteste, vivir en casa ajena. Pero lo odio aún un poco más, si cabe, cuando en esta casa ajena no se toma café. La casa ajena que está llena de aparatos por y para todo, a saber, un deshuesador de cerezas, pelador de manzanas, chisme para hacer huevos duros o à la coque, máquina de goffres, mandolina, picador de ajos etc. Mil y un cachivache pero no tienen una ridícula cafetera italiana. En la casa de los cachivaches inútiles justifican mis mofas entreveladas diciendo que son el país de Lépine (un prefecto de la policía de París que creó en 1901 un concurso de inventos, que continúa actualmente) y a mí me hace mucha gracia aquello de “el país de...” Ser el país de Descartes es la excusa para su absurdamente rígida metodología académica. Ser el país de Napoleón para su obsesión por ser una potencia a nivel internacional.


En cualquier caso, en la casa del país de Lépine no hay café, y yo eso lo llevo muy mal. He intentado suplirlo comprando un calentador de agua para hacerme té a discreción en mi cuarto, pero no es lo mismo. Sobre todo, porque tomar un té sola al terminar o empezar el día, estudiando o vagueando simplemente, es algo diferente a lo que es el café para mí. El café yo lo veo como un fenómeno social. Por eso me lancé en una desesperada búsqueda por todo Lyon para encontrar una cafetería, un bar que hiciese las veces de cuartel general y lugar de referencia. 


Hay un cuento de Galeano en el que un marinero que atraca de noche en una ciudad entra en un café. “Llueve desde lejos; la lluvia se abate contra las ventanas del café del griego y hace vibrar los vidrios. La única lámpara, amarilla, luz enferma, oscila desde el techo. En la mesa del rincón, no hay ninguna muchacha tomándose un cortado ni fabricando un barquito con el papel del azúcar para que el barquito navegue en el vaso de agua y naufrague. Hay un hombre que mira llover, en la mesa del rincón, y ninguna otra boca fuma de su cigarrillo”. Pues bien, yo soy de las que hace barquitos de papel tomándose un cortado. Y eso es lo que buscaba en Lyon, pero ya se sabe, el pasado a veces pesa y los recuerdos nos vuelven exigentes.

¿Dónde encontraría un bar como aquel de mi barrio en el que el café con leche y el pincho de buena tortilla cuesta 2€? ¿O aquel que estaba enfrente de mi último trabajo y que nada más entrar, me ponían el café en taza, oscuro y con leche caliente sin que dijese ni los buenos días? Son bastantes los cafés de Madrid que he adoptado como cuartel general y que he frecuentado en invierno o en verano, a las 5 de la mañana o a las 10 de la noche. En los que he leído, escrito cartas, discutido, preparado exámenes, ponencias, he establecido verdaderas amistades y me he perdido en el mundo removiendo el café con una cucharilla obsesivamente. Café que su simple evocación significa recordar toda una época. Y Lyon necesitaba también su decorado en mis futuras nostalgias.

Por eso me lancé a la caza del café. Primer impedimento: la lógica de precios francesa. Café solo en taza pequeña puede costar 1,20 en los sitios más económicos. El problema es cuando lo pides con leche y el precio se duplica. ¿Por qué? ¿Acaso tienen que ordeñar la vaca en la cocina? Obviamente, ya en París hace unos años me acostumbré a tomar el café solo. Café noir. Café noisette, el cortado (como en el cuento de Galeano), costaba 1,30 en el primer candidato a ser mi café lyonés. Haciendo esquina con la academia en la que estudiaba francés, bien podría haber sido candidato a protagonizar la canción de Aute, Las cuatro y diez,

¿Quieres helado de fresa/
o prefieres que te pida ya el café?/
Cuéntame como te encuentras/
aunque sé que me responderás: muy bien.”

Otro candidato fue uno de esos postmodernamente detestables cafés librerías, que como tenía la silueta de Chaplin en la puerta, tenía su encanto. Cercano a la place Sathonay, que irremediablemente me recuerda a la Plaza Vieja de Vallecas, tenía también a priori todos los ingredientes. Sin embargo, no conseguí identificarme del todo con ellos. ¿Sería que me faltaba la compañía? ¿Que nunca conseguía disponer verdaderamente de los suficientes minutos para tomarme el café a gusto?


Hasta que Chez Alberta interrumpió en mi rutina lyonesa. Situado a unos metros de mi casa, justo al lado de la entrada del funicular, en seguida captó mi atención. Y lo hizo por una razón nada desdeñable: si no fuese por el nombre (Chez Alberta. Bar de la colline) y por su situación en la rue de Trion, bien podría ser un bar de cualquier pueblo castellano. Toldo verde, terraza inamovible a pesar del clima, siempre abierto. Un bar cutre, que diríamos. Siempre con gente, pero no mucha, y siempre obreros de 40 o jubilados a los que apenas les faltan las fichas de dominó. Pero Chez Alberta tenía un problema: estaba tan cerca de mi casa, que no merecía la pena ir.

Por eso lo descubrí solo hace unas semanas. Vi la oportunidad cuando la desviación del autobús de Martin le obligó a pasar por este barrio y le propuse tomarnos un café allí. Martin no lo supo, pero era la excusa que llevaba meses buscando. Entonces, me senté al fin en aquella terraza y me sentí por fin en una Francia con la que me identificaba. Porque Chez Alberta bien podría ser un bar de Segovia, pero estaba en Lyon, bien podría ser italiano por su nombre, pero no lo era, y su camarera de pelo teñido rojo fuego, con delantal y gafas de fina montura bien podría ser de todo menos francesa y, efectivamente, su marcado acento del este de Europa me daba la razón. Aquel día pedí un pastis, por darle un matiz francés al asunto.


Ayer en Chez Alberta revisaba unas fotocopias que había hecho en el archivo de la Resistencia durante un día de estudio, mientras removía un café noisette que la Alberta del este amablemente me había servido bien caliente y en taza. Subrayé en mis fotocopias un nombre: Antoine Palomarès. Antoine había nacido en el Ariège, hijo de padre español en 1925 y participó en un batallón de inmigrantes en Lyon vinculado al partido comunista durante la Segunda Guerra Mundial. Su hermano Emanuel también, pero una tubercolósis al final de 1944 le causó una discapacidad del 75%. Antoine recibió en 1984 la Medalla al Mérito Militar por sus servicios a la Resistencia, pero desde 1967 estaba parapléjico por un accidente laboral.
Chez Alberta pasó a ser mi café de referencia cuando subrayé en aquella fotocopia el siguiente párrafo de una carta de Antoine Palomarès escrita el 30 de julio de 1985:


Me preguntas si he tenido problemas debido a mis orígenes, en el colegio había discusiones con los italianos o los españoles que a veces terminaban en peleas con los puños. Luego, en el trabajo en la fábrica había compañeros que tenían la necesidad de criticar los orígenes de algunos compañeros, yo los ponía fácilmente en su lugar aludiendo a mi pasado militar y en la Historia de los pueblos. No hay razas, pues entonces la raza francesa estaría compuesta de 27 razas diferentes

27 razas, decía Antoine, que como aquel café, y como yo, no era francés porque era de todos los sitios a la vez, aunque Lyon ya llevaría siempre su huella,