"Elle est triste elle fait valoir
Le doute qu'elle a de sa réalité dans les yeux d'un autre."

En exil, Paul Eluard.

domingo, 19 de abril de 2015

Oda a las letras y a los recuerdos (que aunque me persigan, yo soy más rápida)

¿Qué libro se llevaría  a una isla desierta? 
“Esa pregunta que suelen hacer los que intentan definirnos a través de nuestras lecturas. Y se equivocan de pregunta porque sería mucho más interesante conocer el libro que NUNCA sacaríamos de nuestra casa.  Lo de la isla pertenece a ese tipo de interrogaciones que invitan a la mentira, porque quien la formula sólo se merece que intentemos quedar bien y digamos aquello que pretende oír. A los lectores no nos gustan las islas desiertas, ni los libros solitarios, sino nuestra casa, la butaca de nuestra casa rodeada de libros y de tiempo, y el saber que mañana será otro día, y otra historia, y otra oportunidad para leer en la cama.”

Luis García Montero, Una forma de Resistencua.  

“Il faut Voyager loin
En aimant sa maison”

Guillaume Apollinaire

Luis García Montero es, y ante todo, además de una figura política de actualidad, uno de los poetas más sanos del panorama actual, además de fino crítico literario y recién y ligero novelista. Su segunda novela no es tal, sino que es un conjunto de reflexiones acerca de varios objetos de la cotidianidad. En Una forma de Resistencia, enumera varios trastos y cachivaches que le rodean cada día y de los que se niega a deshacerse porque le recuerdan algo de su pasado, por qué es así, qué le llevó hacia el presente y, sobre todo, quién es. Me pareció especialmente original esta forma de normalizar y banalizar el quasi síndrome de Diógenes que muchos ocultamos tras el famoso orden del desorden que puebla nuestra habitación. En mi caso, quien lo conoce lo sabe, y como vil anécdota ahí queda aquella excusa de cuando era pequeña y en las notas del colegio destacaban aquel “¿es ordenado/a? A veces”. Yo le echaba la culpa a mi tío Jorge diciendo que era una cuestión genética.
Exijo y defiendo que los trastos y cachivaches sean parte de mi vida, por ello cuando regreso a casa necesito pasar unos minutos a solas con el que ha sido durante años mi espacio, y reconciliarme conmigo misma releyendo los cuadernos, remirando las postales, recolocando los libros (tarea imposible, subrayo), y remirando todo, en definitiva. Mis cachivaches son mi forma de resistencia, porque más allá de su utilidad o inutilidad adjunta, son pedazos de mí que no caben (nunca caben) en la maleta. Qué libro me llevo, qué camiseta, qué bolígrafo, imposible decidir con el corazón, porque aunque el libro ya me lo conozca, aunque la camiseta me quede pequeña/grande o el boli no pinte, es como elegir entre papá y mamá. Por eso decía el desaparecido Galeano que recordar es re-cordis,  “es volver a pasar por el corazón” (Eduardo Galeano: El libro de los abrazos) Y a mí mis diogenidades me ayudan a recordar.

Y cómo no recordar si la memoria de la humanidad amaneció esta semana herida de muerte sin Eduardo. Y yo que no me había acostumbrado a la ausencia de Mario y de Gabo. Pero menos mal que nos queda otra forma de resistencia y cuando vuelvo a casa y de “este ir y venir del carajo” (Gabriel García Márquez: El amor en los tiempos del cólera) me encuentro un poco menos sola con mis tres ejemplares de Crónica de una muerte anunciada, cada uno con su particular historia. Y, sobre todo, porque siempre resiste la primavera entre mi habitación de paredes rojas, en la que “se puede estar feliz y sin embargo no ser feliz, ah, pero nunca pensé que el estar feliz incluyera, ¿sabés? tanta tristeza” (Mario Benedetti: Primavera con una esquina rota). Siempre que recordamos es primavera, aunque tenga la esquina rota o, aunque, como la de Alejo, aún no esté consagrada.

No en vano, La Consagración de la Primavera es uno de mis libros de cabecera desde que subrayé aquella frase que decía que “nuestra soberana juventud, nuestra sensualidad, siempre despierta, llenaban un universo sin cronómetros ni almanaques” (Alejo Carpentier: La Consagración de la Primavera). Y es que es fácil recordar si en la habitación de paredes rojas el cabecero de la cama está ocupado con Alejo, con Julio, con Rafael y con Juan.  Y me pregunto “por qué, a ciertas horas, es tan necesario decir ``amé esto``” (Julio Cortázar: Rayuela) cuando, igual que le pasó a Alberti, a regresar a Madrid necesito ir al Museo del Prado (Rafael Alberti: La Arboleda Perdida, 3).

Un poco presuntuoso, sí, lo de equipararme a Rafael, pero cómo no acordarme de aquel pasaje cuando dejo al mando del barco a mis pies y aparezco en la cuesta del Moyano o en la calle Huertas. Como no hacerlo si mis pies se detienen de repente con extremo cuidado de no pisar las citas de Larra, de Bécquer o de Moratín, para recordarme que estoy en este país en el que “¿no se lee porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee?” (Mariano José de Lara: Carta a Andrés). Cómo no recordar a mi ilustre exiliado al pasar frente a una placa dedicada a León, otro exiliado “imperturbablemente beligerante” (como decía Jose Luís Aranguren) de este país en el que “sobre tu vida, el sueño/ sobre tu historia, el mito/ sobre el mito, el silencio” (León Felipe).


Cómo no hacerlo aunque me siente en una terraza del barrio de las letras y saque del bolso un libro de Malraux. Qué herejía, gabachadas hasta el final del mundo, me digo, volviendo a acordarme de otra reflexión de Rafael, cuando se refiere a aquella ocasión en la que “Aragón, asombrado de la pujanza poética, llena de hálito político, de Víctor Hugo, lanzaba esta pregunta en medio de todos los ámbitos de Francia: ¿Ha leído usted a Víctor Hugo? La misma pregunta podemos nosotros lanzar hoy sobre poeta tan completo, tan combatiente, tan peligrosamente comprometido -¡sí!- tan diverso y tenaz como del que hablamos: ¿Ha leído usted a Aragón?” (Rafael Alberti: La Arboleda Perdida, 3) ¿Habéis leído a Aragon? ¿Y a Paul Éluard? ¿Y a aquel Malraux, brigadista y resistente?

Porque la literatura se hizo para ser, para estar, para recordar, para vivir. Porque las letras de un pueblo son su herencia más inmortal, que escapa al fetichismo de los cachivaches, a los iconoclastas a las censuras, a los olvidos y a las cazas de brujas. Por eso no pienso volver a ofenderme la próxima vez que a orillas del Ródano alguien me pregunte si soy del Real Madrid o del Barcelona. Simplemente sonreiré y no me avergonzaré de mi acento castizo, testimonio de un pueblo que es a lo vez lo mejor y lo peor. Un pueblo que masacró a un continente,  pero que resistió al fascismo y a los milicos y salvó los lienzos de Tiziano o Velazquez, y que es capaz de “escribir los versos más tristes esta noche” (creo que no hace falta referencia bibliográfica aquí). Sonreiré al aficionado del Paris Saint Germain o del Olympique Lyonnais cuyo pueblo también masacró a otro continente, pero que construyó barricadas y alzó comunas y que es capaz de escribir tu nombre, “cuando por el poder de una palabra/ vuelvo a empezar mi vida/ Yo nací para conocerte/ para nombrate/ libertad” (“Et par le pouvoir d’un mot/ Je recommence ma vie/ Je suis né pour te connaître/ Pour te nommer/ Liberté”: J’écris ton nom, Paul Éluard). 
Qué suerte que en mi cabecera, junto a Alejo, Julio, Rafael o Juan, también repose André Breton, o... acaso... “¿no es verdad, ángel de amor?”


miércoles, 15 de abril de 2015

A modo de presentación. Los personajes y la escena.

“Me había ido porque quería cambiar. Si no, el día menos pensado me iba a caer adentro del cajón de muertos sin saber para qué existir. Pensaba en los tipos que no tienen novedades nuevas para contarse, y no les queda más remedio que contarse las novedades viejas o sacarle al prójimo el cuero en tiras”

Eduardo Galeano: “Tener dos piernas me parece poco” (en Vagamundo y otros relatos)

“Sin proponérmelo especialmente, y con un inesperado manejo de mi propio caos, empecé a desgranar mi pretérito imperfecto, o sea, mi pasado no perfecto, rudimientario, timoreto, inmaduro, deficitario, chapucero, distorsionado, vulnerable, quebradizo, negligente etc. ¿Qué había hecho hasta ahora? El mundo se consumía y despedazaba en una guerra estúpida. Miles de muertos y yo, ¿qué hacía? ¿Qué hacía en esta mecedora contemplando la desolación del invierno desde mi propia desolación?”

Mario Benedetti: La borra del café.



Será la falta de confianza (self-confidence) que últimamente tengo en mi fuerza de voluntad la razón principal de posponer esta presentación. Las dudas de si sería capaz de mantener este proyecto y de que no cayese en el saco roto sin fondo de mis propósitos me sugirieron este periodo de prueba de 3 semanas. ¿Suficiente? Quién sabe. En todo caso, ahí va.

Escribo porque una semana antes de cumplir 18 años y con las notas de Selectividad recién salidas del horno decidí que no quería estudiar aquel maravilloso doble grado de Periodismo y Comunicación Audiovisual, porque yo no quería que nadie me enseñase a escribir, sino que yo prefería saber sobre qué escribir. Esta temprana elección del contenido sobre el continente, de la esencia sobre la forma decidió que mi verdadera vocación era la historia. Escribo porque con 20 años dije que yo me iba a estudiar un año a París, huyendo de un país cuyo tufo presente, pasado y presuntamente futuro ya me superaba. Que yo me iba para aprender que siempre lo echaría de menos. Escribo porque aprendí, además, que no podía ni contigo ni sin ti, que aquel país olía mal, pero aquel otro al que cruzaba roncaba por la noche. Escribo porque aprendí, sobre todo, que tengo tendencia al síndrome de Estocolmo, en París, en Madrid y hoy en Lyon. Escribo porque volví al país maloliente, me enamoré de su pueblo perdidamente, y como la literatura me ha enseñado que en los verdaderos amores, para que sean realmente intensos, tiene que haber separaciones, dije que yo volvía a cruzar la frontera, por un tiempo indefinido, porque aunque ese país roncase, me gustaba bastante como amante. Escribo porque soy emigrante, soy precaria y estoy más perdida que un perro en un garaje, pero me siento orgullosa de ello, a pesar de todo.

Escribo porque, como historiadora que se destruye y reconstruye cada día, tengo especial debilidad por encuadrar todo en su tiempo y su geografía. Escribo, en definitiva, porque buscando la objetividad a la que mi firme concepción materialista me empuja, quiero plasmar mi propia historia, la historia de lo que veo en el país que ronca y de lo que echo de menos del país que huele mal, no vaya a ser que un día se me olvide. Que ya se sabe que el tiempo y la distancia maquillan, y no quiero que la nostalgia vuelva a engañarme nunca más.

Escribo porque nunca nada es tan terrible (aunque lo más terrible se aprende enseguida) ni tan hermoso (y lo hermoso nos cuesta la vida). Escribo porque si dejase mi humilde historia en la nada, en el limbo de las historias humildes, perdería significado. Significado relativo frente a otras historias de otros días y otros lugares, significado total en lo que se refiere a mi yo más intimista. Porque la Historia (con mayúscula) se escribe con las historias de las gentes sin nombre, y la vida no es sino historias de recuerdos e historias de aspiraciones conjugadas. Porque el tiempo es el hijo del cielo y de la tierra y es rey de los titanes.

Y escribo con memorias de trenes, de aeropuertos y de maletas, reflejo de esta historia de estar entre dos aguas a la que me enfrento. Escribo porque, caray, la distancia marchita las frentes y nos despierta los cinco sentidos, siempre a flor de piel. Escribo porque caminante, no hay camino, y al andar y al hacer camino nos construimos, como decía Silvio (y ya va la segunda vez en unas líneas que me refiero a él), el sueño se hace a mano y sin permiso. Y porque como Janus, la distancia y yo tenemos dos caras: una que mira hacia delante y otra hacia detrás.


Por eso puedo escribir que la distancia es el paladar, la distancia sabe a sidra (a no confundir con la cidre), a patatas bravas, a café y tostada de tomate, pero también a vino blanco, a queso antes del postre, a café noir y croissant, e incluso a sopa.
La distancia huele a gasolina de la ciudad a las 8 de la mañana en bicicleta, huele a jazmín, a comino y a hojas de menta, huele a recién pintado. 
La distancia es suave como un peluche regalado en el último cumpleaños y como otro que acompaña ya durante un tercio de mi historia vital, pero también es áspera como el papel de lija, y pincha como las rosas para protegerse, y quema como cuando un cigarro encendido roza involuntariamente la piel. 
La distancia baila a ritmo de Beatles, de aquel CD con canciones del año 1968, de aquel otro con una selección casera de la banda sonora que inspiraría a Ernest Hemingway para escribir. La distancia baila, eso es, por eso cada línea que escribo lleva aparejada un verso de Silvio, de Mario, de Rafael y de otros tantos, porque el lenguaje es música. 
La distancia es algo más que una instantánea o que un cartel de “Bienvenidos a…”. 
La distancia es algo más que un código postal, que un cambio horario y que una llamada por Skype. La distancia es gritar al vacío y cagarte en lo más sagrado por haber tenido que marcharte, que continuar, que crecer. La distancia es pasar de sentirte pequeña e insignificante en la Gran Vía a hacerlo en un boulevard sin nombre. 

domingo, 5 de abril de 2015

La patria de Jules Verne.

Siempre me pareció falso el nombre que nos han dado: emigrantes. Pero emigración significa éxodo. Y nosotros no hemos salido voluntariamente eligiendo otro país. Ni inmigramos a otro país para en él establecernos, mejor si es para siempre. Nosotros hemos huido. Expulsados somos, desterrados. Y no es hogar, es exilio el país que nos acoge. Inquietos estamos, si podemos junto a las fronteras, esperando al día de la vuelta, a cada recién llegado, febriles, preguntando, no olvidando nada, a nada renunciando, no perdonando nada de lo que ocurrió, no perdonando. ¡Ah, no nos engaña la quietud del Sund! Llegan gritos hasta nuestros refugios. Nosotros mismos casi somos como rumores de crímenes que pasaron la frontera. Cada uno de los que vamos con los zapatos rotos entre la multitud la ignominia mostramos que hoy mancha a nuestra tierra. Pero ninguno de nosotros se quedará aquí. La última palabra aún no ha sido dicha.

Bertolt Brecht.


I/ Anécdotas varias.

Primavera 2012.
Dos chicas esperan en una parada de autobús del Boulevard Saint Michel, Paris. Es de noche, bastante de noche, y cuando un individuo se les acerca a hablar con ellas lo primero que piensan es que ha bebido. Pero no, o en caso de haberlo hecho, no lo parecía. El individuo en cuestión les interroga sobre el horario del autobús, o algo por el estilo, y parece hasta simpático cuando, remarcando su acento extranjero, les pregunta de dónde son. Españolas, contesta una de ellas.
La conversación no da para mucho más hasta que el bus de las chicas aparece y se aproximan a la puerta del vehículo. Justo antes de entrar, el citado individuo toca en el hombro de una de ellas y sacándose varias monedas de cobre del bolsillo, las posa en la palma de su mano y con sorna, pero sin gracia, se explica: Toma, para que paguéis vuestra deuda.

Primavera 2015.
Casi meses después de los acontecimientos de Charlie Hebdo, una familia francesa al uso de la alta burguesía se sienta alrededor de la mesa para cenar la consabida sopa. La madre de la familia (40 años, nieta de resistentes según presume, ingeniera de una importante empresa del sector de la energía nuclear) comenta su día en el trabajo. Cuenta como están en proceso de elegir un estudiante de prácticas para los últimos meses del curso y que se ha pasado la tarde analizando dossiers y currícula. Luego, con toda naturalidad informa sobre la siguiente etapa del proceso de selección: buscará en Facebook y otras redes sociales a cada candidato para ver de que palo van, “sobre todo los que tienen nombres árabes, que después de lo que ha pasado, tenemos que tener mucho ojo con no contratar a un loco”. Ante esta confesión (natural, insisto) de prácticas discriminatorias delante de sus hijos, la aupair española (cuyo Facebook no debieron encontrar a la hora de contratarla) a la que un día la ofrecieron 23 céntimos para pagar la deuda de su país, se atraganta con la sopa.