"Elle est triste elle fait valoir
Le doute qu'elle a de sa réalité dans les yeux d'un autre."

En exil, Paul Eluard.

domingo, 22 de marzo de 2015

La última lluvia del invierno.

"-Madrid no es una ciudad, Madrid es una entelequia... ¿Tú sabes lo que es una entelequia? - me preguntó muy serio, mirándome.
-Por supuesto - dije yo, sin saber adónde me iba a llevar.
-Cualquier ciudad de verdad: París, Londres, Nueva York... está a la orilla del mar o de un río en condiciones. ¿Qué río tiene Madrid? ... Ninguno - se respondió él mismo . Y, ¿por qué? Pues porque Madrid es una entelequia... ¿Y cuáles son los mitos de Madrid? - siguió pensando en voz alta. - ¡El oso y el madroño!, ya ves tú, que ni hay osos ni madroños y dudo mucho que los hubiera nunca! 
(...) 
Todos los que vivimos aquí somos unos pobres hombres. Tú, yo, todos esos que están durmiendo por ahí - señaló los bancos de alrededor -, los que están ahora en sus casas... Aunque la mayoría piensan que son la hostia - añadió, con una sonrisa.
-¿De verdad tú piensas eso? - le pregunté, por decir yo algo.
-No es que lo piense, lo sé - me dijo él, muy seguro -, lo veo todos los días sin necesidad de moverme de este banco.
-Entonces, ¿por qué sigues en Madrid?
-Por el cielo. - me respondió, señalándolo, como aquella noche de hacía ya años."

El cielo de Madrid, Julio Llamazares. 



Afortunadamente, el cielo no entiende de fronteras. Y mirando el cielo puedes sentir que aquí y allí solo son adverbios de tiempo a los que cualquier Ícaro puede llegar. Mirando el cielo y sacando la mano por la ventana para comprobar que aquel estruendo que se adelantaba en 7 minutos a mi despertador era la última lluvia del invierno y no un espejismo o un efecto secundario del eclipse, no he necesitado alas de madera. Porque la radio española que sigo escuchando en rebeldía poética desde la distancia me confirmaba que el cielo de Madrid también llueve hoy. 8 grados en Gran Vía, y parece que no se verá el eclipse. 5 grados en la colina de Fourvière, tampoco veremos el eclipse, pero podría ser peor.

El cielo de Madrid ha venido a visitarme y llueve para despedir el invierno. Llueve, y son lágrimas de Madrid que me traen mensajes enrollados y atados con una cuerda roja. Son mensajes que me dicen que esta vez el vuelo no se retrasará, que se acabó el invierno, que saque la botella de sidra que guardo estratégicamente en el armario. Me dicen que ya puedo deshacer la maleta porque el invierno se va y tiene que llover, tiene que llover, tiene que llover, tiene que llover a cántaros. Tiene que llover, pero mientras tanto, siempre podremos refugiarnos en alguna estación de tren y fumar la pipa de la paz con los kilómetros, hacer una hoguera con los instintos asesinos y la francofobia que a veces me invade, cocer a fuego lento los arrepentimientos fugaces, la dudas autocidas y servirlos con la última sopa del invierno.

El cielo llora de rabia por esta victoria pírrica contra el invierno, contra el calendario de guante blanco que tanto nos ha robado. Pero la rabia es nuestra devoción (Silvio dixit) y aunque el mango del paraguas se rompiese en la anterior batalla, y apenas nos quede munición para esta guerra, las inseguridades hoy cambiarán de bando, lo sé, lo sé porque llueve y el olor a tierra mojada tampoco entiende de fronteras. 

El cielo de Lyon pesa sobre nuestras cabezas, pero bien sabíamos que no duraría para siempre, que el invierno se hizo para hibernar y que cuando el despiadado termómetro presumía de haber congelado nuestro alma, siempre pudimos gritar aquello de "¿Toda? ¡No! Una aldea poblada por irreductibles galos resiste todavía y siempre al invasor...". Porque llueve, y aunque los días de lluvia sean tristes por naturaleza y aunque el desarraigo no es sino el paso de querer ser ciudadana del mundo a sentirse de ninguna parte, bien sabemos que ésta es la última lluvia del invierno, y esta mañana, amor tenemos veinte años (Alberti dixit). 

El cielo de Madrid, el cielo de Lyon y el cielo de la humanidad llueve. Llueve y las gotas cayendo sobre el infinito cantan que se terminó aquello de no saber si soy yo o ya no soy, que se terminó el morderse los labios para no gritar al vacío de la ciudad un "te echo de menos" cuya única dirección conocida es la del remitente. Se acabó, y podemos empaquetar y desahuciar a los desvanes de la memoria aquel invierno en el que perdí la vergüenza a cantar por las calles, leí más que nunca, volví a escribir con pluma y a cebar mate, me aficioné a los caramelos de café y viví en un permanente calendario de adviento. El invierno en el que mitifiqué los recuerdos de Madrid, aquellos que fueron y aquellos que nunca llegaron a ser, les construí un altar de abrazos al eco y los acogí en mi mesilla de noche, junto a una caja de música y a una libreta que nunca aspiró a ser diario. El invierno en el que escribí cartas que no siempre llegaron, recibí postales, otras no llegaron, desgasté las yemas de mis dedos recorriendo las fotos que habitan las paredes de mi habitación, y me prometí a mí misma que nunca más lloraría en un aeropuerto. Que para llorar ya está el cielo, y hoy lo hace por última vez en este invierno. 

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