"Elle est triste elle fait valoir
Le doute qu'elle a de sa réalité dans les yeux d'un autre."

En exil, Paul Eluard.

miércoles, 15 de abril de 2015

A modo de presentación. Los personajes y la escena.

“Me había ido porque quería cambiar. Si no, el día menos pensado me iba a caer adentro del cajón de muertos sin saber para qué existir. Pensaba en los tipos que no tienen novedades nuevas para contarse, y no les queda más remedio que contarse las novedades viejas o sacarle al prójimo el cuero en tiras”

Eduardo Galeano: “Tener dos piernas me parece poco” (en Vagamundo y otros relatos)

“Sin proponérmelo especialmente, y con un inesperado manejo de mi propio caos, empecé a desgranar mi pretérito imperfecto, o sea, mi pasado no perfecto, rudimientario, timoreto, inmaduro, deficitario, chapucero, distorsionado, vulnerable, quebradizo, negligente etc. ¿Qué había hecho hasta ahora? El mundo se consumía y despedazaba en una guerra estúpida. Miles de muertos y yo, ¿qué hacía? ¿Qué hacía en esta mecedora contemplando la desolación del invierno desde mi propia desolación?”

Mario Benedetti: La borra del café.



Será la falta de confianza (self-confidence) que últimamente tengo en mi fuerza de voluntad la razón principal de posponer esta presentación. Las dudas de si sería capaz de mantener este proyecto y de que no cayese en el saco roto sin fondo de mis propósitos me sugirieron este periodo de prueba de 3 semanas. ¿Suficiente? Quién sabe. En todo caso, ahí va.

Escribo porque una semana antes de cumplir 18 años y con las notas de Selectividad recién salidas del horno decidí que no quería estudiar aquel maravilloso doble grado de Periodismo y Comunicación Audiovisual, porque yo no quería que nadie me enseñase a escribir, sino que yo prefería saber sobre qué escribir. Esta temprana elección del contenido sobre el continente, de la esencia sobre la forma decidió que mi verdadera vocación era la historia. Escribo porque con 20 años dije que yo me iba a estudiar un año a París, huyendo de un país cuyo tufo presente, pasado y presuntamente futuro ya me superaba. Que yo me iba para aprender que siempre lo echaría de menos. Escribo porque aprendí, además, que no podía ni contigo ni sin ti, que aquel país olía mal, pero aquel otro al que cruzaba roncaba por la noche. Escribo porque aprendí, sobre todo, que tengo tendencia al síndrome de Estocolmo, en París, en Madrid y hoy en Lyon. Escribo porque volví al país maloliente, me enamoré de su pueblo perdidamente, y como la literatura me ha enseñado que en los verdaderos amores, para que sean realmente intensos, tiene que haber separaciones, dije que yo volvía a cruzar la frontera, por un tiempo indefinido, porque aunque ese país roncase, me gustaba bastante como amante. Escribo porque soy emigrante, soy precaria y estoy más perdida que un perro en un garaje, pero me siento orgullosa de ello, a pesar de todo.

Escribo porque, como historiadora que se destruye y reconstruye cada día, tengo especial debilidad por encuadrar todo en su tiempo y su geografía. Escribo, en definitiva, porque buscando la objetividad a la que mi firme concepción materialista me empuja, quiero plasmar mi propia historia, la historia de lo que veo en el país que ronca y de lo que echo de menos del país que huele mal, no vaya a ser que un día se me olvide. Que ya se sabe que el tiempo y la distancia maquillan, y no quiero que la nostalgia vuelva a engañarme nunca más.

Escribo porque nunca nada es tan terrible (aunque lo más terrible se aprende enseguida) ni tan hermoso (y lo hermoso nos cuesta la vida). Escribo porque si dejase mi humilde historia en la nada, en el limbo de las historias humildes, perdería significado. Significado relativo frente a otras historias de otros días y otros lugares, significado total en lo que se refiere a mi yo más intimista. Porque la Historia (con mayúscula) se escribe con las historias de las gentes sin nombre, y la vida no es sino historias de recuerdos e historias de aspiraciones conjugadas. Porque el tiempo es el hijo del cielo y de la tierra y es rey de los titanes.

Y escribo con memorias de trenes, de aeropuertos y de maletas, reflejo de esta historia de estar entre dos aguas a la que me enfrento. Escribo porque, caray, la distancia marchita las frentes y nos despierta los cinco sentidos, siempre a flor de piel. Escribo porque caminante, no hay camino, y al andar y al hacer camino nos construimos, como decía Silvio (y ya va la segunda vez en unas líneas que me refiero a él), el sueño se hace a mano y sin permiso. Y porque como Janus, la distancia y yo tenemos dos caras: una que mira hacia delante y otra hacia detrás.


Por eso puedo escribir que la distancia es el paladar, la distancia sabe a sidra (a no confundir con la cidre), a patatas bravas, a café y tostada de tomate, pero también a vino blanco, a queso antes del postre, a café noir y croissant, e incluso a sopa.
La distancia huele a gasolina de la ciudad a las 8 de la mañana en bicicleta, huele a jazmín, a comino y a hojas de menta, huele a recién pintado. 
La distancia es suave como un peluche regalado en el último cumpleaños y como otro que acompaña ya durante un tercio de mi historia vital, pero también es áspera como el papel de lija, y pincha como las rosas para protegerse, y quema como cuando un cigarro encendido roza involuntariamente la piel. 
La distancia baila a ritmo de Beatles, de aquel CD con canciones del año 1968, de aquel otro con una selección casera de la banda sonora que inspiraría a Ernest Hemingway para escribir. La distancia baila, eso es, por eso cada línea que escribo lleva aparejada un verso de Silvio, de Mario, de Rafael y de otros tantos, porque el lenguaje es música. 
La distancia es algo más que una instantánea o que un cartel de “Bienvenidos a…”. 
La distancia es algo más que un código postal, que un cambio horario y que una llamada por Skype. La distancia es gritar al vacío y cagarte en lo más sagrado por haber tenido que marcharte, que continuar, que crecer. La distancia es pasar de sentirte pequeña e insignificante en la Gran Vía a hacerlo en un boulevard sin nombre. 

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