“Me
había ido porque quería cambiar. Si no, el día menos pensado me iba a caer
adentro del cajón de muertos sin saber para qué existir. Pensaba en los tipos
que no tienen novedades nuevas para contarse, y no les queda más remedio que
contarse las novedades viejas o sacarle al prójimo el cuero en tiras”
Eduardo
Galeano: “Tener dos piernas me parece poco” (en Vagamundo y otros relatos)
“Sin
proponérmelo especialmente, y con un inesperado manejo de mi propio caos,
empecé a desgranar mi pretérito imperfecto, o sea, mi pasado no perfecto,
rudimientario, timoreto, inmaduro, deficitario, chapucero, distorsionado,
vulnerable, quebradizo, negligente etc. ¿Qué había hecho hasta ahora? El mundo
se consumía y despedazaba en una guerra estúpida. Miles de muertos y yo, ¿qué
hacía? ¿Qué hacía en esta mecedora contemplando la desolación del invierno
desde mi propia desolación?”
Mario
Benedetti: La borra del café.
Será la falta de confianza (self-confidence) que
últimamente tengo en mi fuerza de voluntad la razón principal de posponer esta
presentación. Las dudas de si sería capaz de mantener este proyecto y de que no
cayese en el saco roto sin fondo de mis propósitos me sugirieron este periodo
de prueba de 3 semanas. ¿Suficiente? Quién sabe. En todo caso, ahí va.
Escribo porque una semana antes de cumplir 18 años y con
las notas de Selectividad recién salidas del horno decidí que no quería
estudiar aquel maravilloso doble grado de Periodismo y Comunicación
Audiovisual, porque yo no quería que nadie me enseñase a escribir, sino que yo
prefería saber sobre qué escribir. Esta temprana elección del contenido sobre
el continente, de la esencia sobre la forma decidió que mi verdadera vocación
era la historia. Escribo porque con 20 años dije que yo me iba a estudiar un
año a París, huyendo de un país cuyo tufo presente, pasado y presuntamente
futuro ya me superaba. Que yo me iba para aprender que siempre lo echaría de
menos. Escribo porque aprendí, además, que no podía ni contigo ni sin ti, que
aquel país olía mal, pero aquel otro al que cruzaba roncaba por la noche.
Escribo porque aprendí, sobre todo, que tengo tendencia al síndrome de
Estocolmo, en París, en Madrid y hoy en Lyon. Escribo porque volví al país maloliente, me enamoré de su pueblo
perdidamente, y como la literatura me ha enseñado que en los verdaderos amores,
para que sean realmente intensos, tiene que haber separaciones, dije que yo
volvía a cruzar la frontera, por un tiempo indefinido, porque aunque ese país
roncase, me gustaba bastante como amante. Escribo porque soy emigrante, soy
precaria y estoy más perdida que un perro en un garaje, pero me siento
orgullosa de ello, a pesar de todo.
Escribo porque, como historiadora que se destruye y
reconstruye cada día, tengo especial debilidad por encuadrar todo en su tiempo
y su geografía. Escribo, en definitiva, porque buscando la objetividad a la que
mi firme concepción materialista me empuja, quiero plasmar mi propia historia,
la historia de lo que veo en el país que ronca y de lo que echo de menos del
país que huele mal, no vaya a ser que un día se me olvide. Que ya se sabe que
el tiempo y la distancia maquillan, y no quiero que la nostalgia vuelva a
engañarme nunca más.
Escribo porque nunca nada es tan terrible (aunque lo más terrible se aprende enseguida)
ni tan hermoso (y lo hermoso nos cuesta la vida). Escribo
porque si dejase mi humilde historia en la nada, en el limbo de las historias
humildes, perdería significado. Significado relativo frente a otras historias
de otros días y otros lugares, significado total en lo que se refiere a mi yo
más intimista. Porque la Historia (con mayúscula) se escribe con las historias
de las gentes sin nombre, y la vida no es sino historias de recuerdos e
historias de aspiraciones conjugadas. Porque el tiempo es el hijo del cielo y
de la tierra y es rey de los titanes.
Y escribo con memorias de trenes, de aeropuertos y de
maletas, reflejo de esta historia de estar entre dos aguas a la que me
enfrento. Escribo porque, caray, la distancia marchita las frentes y nos
despierta los cinco sentidos, siempre a flor de piel. Escribo porque caminante,
no hay camino, y al andar y al hacer camino nos construimos, como decía Silvio
(y ya va la segunda vez en unas líneas que me refiero a él), el sueño se hace a mano y sin permiso. Y porque como Janus, la distancia y yo tenemos dos caras: una que mira hacia delante y otra hacia detrás.
Por eso puedo escribir que la distancia es el paladar, la
distancia sabe a sidra (a no confundir con la cidre), a patatas bravas, a café y tostada de tomate, pero también
a vino blanco, a queso antes del postre, a café
noir y croissant, e incluso a
sopa.
La distancia huele a gasolina de la ciudad a las 8 de la mañana en
bicicleta, huele a jazmín, a comino y a hojas de menta, huele a recién pintado.
La distancia es suave como un peluche regalado en el último cumpleaños y como
otro que acompaña ya durante un tercio de mi historia vital, pero también es
áspera como el papel de lija, y pincha como las rosas para protegerse, y quema
como cuando un cigarro encendido roza involuntariamente la piel.
La distancia
baila a ritmo de Beatles, de aquel CD con canciones del año 1968, de aquel otro
con una selección casera de la banda sonora que inspiraría a Ernest Hemingway
para escribir. La distancia baila, eso es, por eso cada línea que escribo lleva
aparejada un verso de Silvio, de Mario, de Rafael y de otros tantos, porque el
lenguaje es música.
La distancia es algo más que una instantánea o que un
cartel de “Bienvenidos a…”.
La distancia es algo más que un código postal, que
un cambio horario y que una llamada por Skype. La distancia es gritar al vacío
y cagarte en lo más sagrado por haber tenido que marcharte, que continuar, que
crecer. La distancia es pasar de sentirte pequeña e insignificante en la Gran
Vía a hacerlo en un boulevard sin nombre.
Escribe porque yo te leo, porfa.
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