"-Pero
el amor también podría ser eso –dijo Gregorovius- Qué maravilla
estar admirando a los peces en su pecera y de golpe verlos pasar al
aire libre, irse como palomas. Una esperanza idiota, claro. Todos
retrocedemos por miedo de frotarnos la nariz con algo desagradable.
De la nariz como límite del mundo, tema de disertación."
Julio
Cortázar: Rayuela.
“Te
he visto, monada, y ya eres mía, por más que esperes a quien
quiera, y aunque nunca vuelva a verte, pensé. Eres mía y todo París
es mío y yo soy de este cuaderno y de este lápiz”
Ernest
Hemingway: París era una fiesta.
Volví
a París. A veces ocurre que cuadran las ocasiones, los calendarios y
las épocas de tener humor para trazar planes aventurados. Sucede
que, a veces, cuadran los azares y volví a aquella ciudad que me
enseñó como nadie aquello del ni contigo ni sin ti.
Volví
a la estación que hace ya tres años me escupió tras diez meses
entre sus vagones. Al final todo es como en aquella canción, “pasar
la vida entre andenes”. Y que nunca deje de ser así. Porque volver
a París significaba encontrar una ciudad que me echaba de menos,
quizás bastante más de lo que le echaba yo a ella. Parecía que la
ciudad echaba de menos aquella criatura que llegó con tantos sueños
en sus maletas y se fue dejando alguno de ellos abandonados bajo los
puentes del Sena por no pasar el peso del equipaje permitido por la
compañía de vuelo de turno. Aquella criatura escribió en París (a
ratos y a malas, pero así es nuestro estilo) un cuaderno con portada
de “la noche estrellada” de Van Gogh y parece que le da miedo
volver a abrirlo, como si fuese una caja de Pandora. En el fondo lo
es, pues guarda el secreto de aquellos sueños que quedaron allí y
que me han perseguido como fantasmas o como gárgolas de Notre Dame.
Dice
Calamaro que “todo lo que termina, termina mal poco a poco, y,
si no termina, se contamina mal, y eso se cubre de polvo”, y esto
también es aplicable ahora. ¿Qué significaba en verdad volver?
¿Aceptar que hemos cambiado? ¿O debatir si no ha sido para tanto?
Suena, y es cobarde, pero lo que más me dolió al volver a salir de
la estación de Châtelet casi cuatro años después fue comprobar
que mi reloj se había parado. Que podría ser perfectamente
septiembre de 2011 y todo lo que ocurrió desde entonces una simple
ilusión en medio de la duermevela. Me dolió ver a París como uno
de aquellos viejos amigos que te saludan por la calle sonrientes
mientras una, infinitamente ridícula, dudaba si cambiar de acera o
hacer como que no lo había visto.
Porque
llevo tres años culpando a París de mis fracasos. Voy
a volver a Francia, pero no a París,
ha sido una de mis máximas desde entonces. Es
que los parisinos son muy....,
y es cierto, pero no es suficiente. París me enseñó el amor-odio,
ese sentimiento que tanto me fascina y que es mi verdadera perdición,
aunque con el tiempo el odio se ha ido difuminando, perdurando el
amor, como suele pasar con muchas cosas. La memoria es caprichosa. Y
hay recuerdos que obsesionan.
Era
el 28 de junio de aquel 2012 y paseaba, por última vez, por mi
adorado Boulevard Saint Michel. Retenía las lágrimas, lo cual nunca
se me ha dado bien, pero la melodía de la Valse d'Amélie (topicazo)
de Yann Tiersen proveniente de una cajita de música de un escaparate
que mi hermana, que me acompañaba en mi despedida, empezó a tocar,
mandó al carajo mi fortaleza. Hoy esa misma cajita está en mi
mesilla de noche de Lyon. Yo, tan apegada a los recuerdos, y a lo
material.
Algo
antes, en julio de 2011 me dejé llevar y mis pies me llevaron junto
a la estatua de Henri IV, sobre el Pont Neuf, el Puente Nuevo que en
verdad es el más antiguo de París. Seguí a mis insolentes pies
que, como yo, apenas conocían la ciudad pero tenían necesidad de
pararse. De pararse a respirar tras un día entero visitando
habitaciones para vivir, de las que la mitad no encontré la
dirección y la otra, o bien escapaba de mi presupuesto, o no entendí
nada de lo que me decían. A respirar, y rellenar de oxígeno fresco
la impotencia de alguien tan pequeño en una ciudad tan grande de la
que nunca se ve el final. A parar los pies, respirar, cerrar los
ojos, abrirlos y, entonces, ver la belleza.
Por
eso, ahora, en junio de 2015 he vuelto al Puente Nuevo, a cerrar los
ojos, volver a abrirlos y dejarme envolver por la panorámica. Y
sobre todo, extender el brazo, la mano y los dedos, para sentir que
todo eso estaba a mi alcance. Que
la impotencia, la nostalgia, el miedo a crecer, y el resto de
fantasmas no podrían con alguien a quien le cabe París en la palma
de su mano.
Por eso, en el domingo más parisino de los que hubiese pasado, tomé
la bicicleta en la Gare de Lyon, crucé hacia Austerlitz, aparqué en
Les Gobelins y subí por el olor a queso de la calle Mouffetard.
Llegué al Panteón, la biblioteca de Saint Géneviève y las
escaleras en las que en Midnight in Paris un coche con Fitzgerald y
Hemingway recoge a extraños anacrónicos, como yo. Me rencontré con
los jardines de Luxemburgo y volví a bajar el Boulevard Saint
Michel, rodeé Notre Dame, la isla de San Luís y crucé a la orilla
derecha del Sena, para desde allí atravesar el Pont Neuf, alargar el
brazo, la mano, los dedos y tomar París entero.
Toca
entonces retomar la pregunta, ¿Qué significaba en verdad volver?
¿Aceptar que hemos cambiado? Reconoce la canción de Marwan que mi
fantasma es “no
saber cerrar los grifos que te empeñas en abrir”. Porque sigo sin
saber cerrar grifos, haciéndome un lío con el carril bici del quai
d'Orsay, sigo llorando al escuchar cajas de música, sigo haciendo
locuras que no le recomendaría ni a mi peor enemigo, sigo
agobiándome con los horarios de tren, sigo amando el fetichismo de
un café en el lugar adecuado, sigo echando la culpa a los demás,
sigo escribiendo a trompicones en cuadernos, sigo creyendo en la
perfección de lo imperfecto, acordándome de canciones a destiempo.
Sigo perdiendo, precisamente, el tiempo, los pendientes, de vez en
cuando la esperanza y también el norte. Pero, quizás solo a base de
inhundaciones, pérdidas, locuras, llantos y torpezas he reconocido
en París a una criatura perdida, pero que sigue queriendo comerse el
mundo, a pesar de todo. Que
si los sueños no nos caben en la maleta, siempre nos quedará la
posibilidad de tender puentes nuevos para recuperarlos.
París tiene algo... algo que siempre se te queda dentro
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