"Elle est triste elle fait valoir
Le doute qu'elle a de sa réalité dans les yeux d'un autre."

En exil, Paul Eluard.

martes, 23 de junio de 2015

Puentes nuevos


"-Pero el amor también podría ser eso –dijo Gregorovius- Qué maravilla estar admirando a los peces en su pecera y de golpe verlos pasar al aire libre, irse como palomas. Una esperanza idiota, claro. Todos retrocedemos por miedo de frotarnos la nariz con algo desagradable. De la nariz como límite del mundo, tema de disertación."
Julio Cortázar: Rayuela.

Te he visto, monada, y ya eres mía, por más que esperes a quien quiera, y aunque nunca vuelva a verte, pensé. Eres mía y todo París es mío y yo soy de este cuaderno y de este lápiz”
Ernest Hemingway: París era una fiesta.

Volví a París. A veces ocurre que cuadran las ocasiones, los calendarios y las épocas de tener humor para trazar planes aventurados. Sucede que, a veces, cuadran los azares y volví a aquella ciudad que me enseñó como nadie aquello del ni contigo ni sin ti.

Volví a la estación que hace ya tres años me escupió tras diez meses entre sus vagones. Al final todo es como en aquella canción, “pasar la vida entre andenes”. Y que nunca deje de ser así. Porque volver a París significaba encontrar una ciudad que me echaba de menos, quizás bastante más de lo que le echaba yo a ella. Parecía que la ciudad echaba de menos aquella criatura que llegó con tantos sueños en sus maletas y se fue dejando alguno de ellos abandonados bajo los puentes del Sena por no pasar el peso del equipaje permitido por la compañía de vuelo de turno. Aquella criatura escribió en París (a ratos y a malas, pero así es nuestro estilo) un cuaderno con portada de “la noche estrellada” de Van Gogh y parece que le da miedo volver a abrirlo, como si fuese una caja de Pandora. En el fondo lo es, pues guarda el secreto de aquellos sueños que quedaron allí y que me han perseguido como fantasmas o como gárgolas de Notre Dame.

Dice Calamaro que “todo lo que termina, termina mal poco a poco, y, si no termina, se contamina mal, y eso se cubre de polvo”, y esto también es aplicable ahora. ¿Qué significaba en verdad volver? ¿Aceptar que hemos cambiado? ¿O debatir si no ha sido para tanto? Suena, y es cobarde, pero lo que más me dolió al volver a salir de la estación de Châtelet casi cuatro años después fue comprobar que mi reloj se había parado. Que podría ser perfectamente septiembre de 2011 y todo lo que ocurrió desde entonces una simple ilusión en medio de la duermevela. Me dolió ver a París como uno de aquellos viejos amigos que te saludan por la calle sonrientes mientras una, infinitamente ridícula, dudaba si cambiar de acera o hacer como que no lo había visto.

Porque llevo tres años culpando a París de mis fracasos. Voy a volver a Francia, pero no a París, ha sido una de mis máximas desde entonces. Es que los parisinos son muy...., y es cierto, pero no es suficiente. París me enseñó el amor-odio, ese sentimiento que tanto me fascina y que es mi verdadera perdición, aunque con el tiempo el odio se ha ido difuminando, perdurando el amor, como suele pasar con muchas cosas. La memoria es caprichosa. Y hay recuerdos que obsesionan.

Era el 28 de junio de aquel 2012 y paseaba, por última vez, por mi adorado Boulevard Saint Michel. Retenía las lágrimas, lo cual nunca se me ha dado bien, pero la melodía de la Valse d'Amélie (topicazo) de Yann Tiersen proveniente de una cajita de música de un escaparate que mi hermana, que me acompañaba en mi despedida, empezó a tocar, mandó al carajo mi fortaleza. Hoy esa misma cajita está en mi mesilla de noche de Lyon. Yo, tan apegada a los recuerdos, y a lo material.

Algo antes, en julio de 2011 me dejé llevar y mis pies me llevaron junto a la estatua de Henri IV, sobre el Pont Neuf, el Puente Nuevo que en verdad es el más antiguo de París. Seguí a mis insolentes pies que, como yo, apenas conocían la ciudad pero tenían necesidad de pararse. De pararse a respirar tras un día entero visitando habitaciones para vivir, de las que la mitad no encontré la dirección y la otra, o bien escapaba de mi presupuesto, o no entendí nada de lo que me decían. A respirar, y rellenar de oxígeno fresco la impotencia de alguien tan pequeño en una ciudad tan grande de la que nunca se ve el final. A parar los pies, respirar, cerrar los ojos, abrirlos y, entonces, ver la belleza.

Por eso, ahora, en junio de 2015 he vuelto al Puente Nuevo, a cerrar los ojos, volver a abrirlos y dejarme envolver por la panorámica. Y sobre todo, extender el brazo, la mano y los dedos, para sentir que todo eso estaba a mi alcance. Que la impotencia, la nostalgia, el miedo a crecer, y el resto de fantasmas no podrían con alguien a quien le cabe París en la palma de su mano. Por eso, en el domingo más parisino de los que hubiese pasado, tomé la bicicleta en la Gare de Lyon, crucé hacia Austerlitz, aparqué en Les Gobelins y subí por el olor a queso de la calle Mouffetard. Llegué al Panteón, la biblioteca de Saint Géneviève y las escaleras en las que en Midnight in Paris un coche con Fitzgerald y Hemingway recoge a extraños anacrónicos, como yo. Me rencontré con los jardines de Luxemburgo y volví a bajar el Boulevard Saint Michel, rodeé Notre Dame, la isla de San Luís y crucé a la orilla derecha del Sena, para desde allí atravesar el Pont Neuf, alargar el brazo, la mano, los dedos y tomar París entero.


Toca entonces retomar la pregunta, ¿Qué significaba en verdad volver? ¿Aceptar que hemos cambiado? Reconoce la canción de Marwan que mi fantasma es “no saber cerrar los grifos que te empeñas en abrir”. Porque sigo sin saber cerrar grifos, haciéndome un lío con el carril bici del quai d'Orsay, sigo llorando al escuchar cajas de música, sigo haciendo locuras que no le recomendaría ni a mi peor enemigo, sigo agobiándome con los horarios de tren, sigo amando el fetichismo de un café en el lugar adecuado, sigo echando la culpa a los demás, sigo escribiendo a trompicones en cuadernos, sigo creyendo en la perfección de lo imperfecto, acordándome de canciones a destiempo. Sigo perdiendo, precisamente, el tiempo, los pendientes, de vez en cuando la esperanza y también el norte. Pero, quizás solo a base de inhundaciones, pérdidas, locuras, llantos y torpezas he reconocido en París a una criatura perdida, pero que sigue queriendo comerse el mundo, a pesar de todo. Que si los sueños no nos caben en la maleta, siempre nos quedará la posibilidad de tender puentes nuevos para recuperarlos. 


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