“En
el Café de los recuerdos una mujer bebe lentamente un gimlet azul
como cielo de verano, frío como el espejo del pasado. Entra
lentamente un hombre vestido de blanco, panamá en la cabeza y luz de
zafiro en los ojos. El bar está tranquilo. Los recuerdos sobrevuelan
las tertulias en torno a las mesas, se agarran a las paredes como
mariposas cansadas, se posan sobre la espuma de cada cerveza, dibujan
lo vivido posándose en el fondo de cada taza de café. El rumor del
bar es como un lejano estruendo de golondrinas haciendo vuelo
rasante. Hay vida en este bar que espera tu llegada, agua de mayo
para vestir de flores los fusiles y las ventanas.”
Ismael
Serrano.
Odio,
je deteste, vivir en casa ajena. Pero lo odio aún un poco
más, si cabe, cuando en esta casa ajena no se toma café. La casa
ajena que está llena de aparatos por y para todo, a saber, un
deshuesador de cerezas, pelador de manzanas, chisme para hacer huevos
duros o à la coque, máquina de goffres, mandolina, picador de ajos
etc. Mil y un cachivache pero no tienen una ridícula cafetera
italiana. En la casa de los cachivaches inútiles justifican mis
mofas entreveladas diciendo que son el país de Lépine (un prefecto
de la policía de París que creó en 1901 un concurso de inventos,
que continúa actualmente) y a mí me hace mucha gracia aquello de
“el país de...” Ser el país de Descartes es la excusa para su
absurdamente rígida metodología académica. Ser el país de
Napoleón para su obsesión por ser una potencia a nivel
internacional.
En cualquier caso, en la casa del país de Lépine no hay café, y yo eso lo llevo muy mal. He intentado suplirlo comprando un calentador de agua para hacerme té a discreción en mi cuarto, pero no es lo mismo. Sobre todo, porque tomar un té sola al terminar o empezar el día, estudiando o vagueando simplemente, es algo diferente a lo que es el café para mí. El café yo lo veo como un fenómeno social. Por eso me lancé en una desesperada búsqueda por todo Lyon para encontrar una cafetería, un bar que hiciese las veces de cuartel general y lugar de referencia.
Hay
un cuento de Galeano en el que un marinero que atraca de noche en
una ciudad entra en un café. “Llueve desde lejos; la lluvia se
abate contra las ventanas del café del griego y hace vibrar los
vidrios. La única lámpara, amarilla, luz enferma, oscila desde el
techo. En la mesa del rincón, no hay ninguna muchacha tomándose un
cortado ni fabricando un barquito con el papel del azúcar para que
el barquito navegue en el vaso de agua y naufrague. Hay un hombre que
mira llover, en la mesa del rincón, y ninguna otra boca fuma de su
cigarrillo”. Pues bien, yo soy de las que hace barquitos de papel
tomándose un cortado. Y eso es lo que buscaba en Lyon, pero ya se
sabe, el pasado a veces pesa y los recuerdos nos vuelven exigentes.
¿Dónde
encontraría un bar como aquel de mi barrio en el que el café con
leche y el pincho de buena tortilla cuesta 2€? ¿O aquel que estaba
enfrente de mi último trabajo y que nada más entrar, me ponían el
café en taza, oscuro y con leche caliente sin que dijese ni los
buenos días? Son bastantes los cafés de Madrid que he adoptado como
cuartel general y que he frecuentado en invierno o en verano, a las 5
de la mañana o a las 10 de la noche. En los que he leído, escrito
cartas, discutido, preparado exámenes, ponencias, he establecido
verdaderas amistades y me he perdido en el mundo removiendo el café
con una cucharilla obsesivamente. Café que su simple evocación
significa recordar toda una época. Y Lyon necesitaba también su
decorado en mis futuras nostalgias.
Por
eso me lancé a la caza del café. Primer impedimento: la lógica de
precios francesa. Café solo en taza pequeña puede costar 1,20 en
los sitios más económicos. El problema es cuando lo pides con leche
y el precio se duplica. ¿Por qué? ¿Acaso tienen que ordeñar la
vaca en la cocina? Obviamente, ya en París hace unos años me
acostumbré a tomar el café solo. Café noir. Café noisette, el
cortado (como en el cuento de Galeano), costaba 1,30 en el primer
candidato a ser mi café lyonés. Haciendo esquina con la academia en
la que estudiaba
francés, bien podría haber sido candidato a protagonizar la canción
de Aute, Las
cuatro y diez,
“¿Quieres
helado de fresa/
o prefieres que te pida ya el café?/
Cuéntame como te encuentras/
aunque sé que me responderás: muy bien.”
o prefieres que te pida ya el café?/
Cuéntame como te encuentras/
aunque sé que me responderás: muy bien.”
Otro
candidato fue uno de esos postmodernamente detestables cafés
librerías, que como tenía la silueta de Chaplin en la puerta, tenía
su encanto. Cercano a la place Sathonay, que irremediablemente me
recuerda a la Plaza Vieja de Vallecas, tenía también a priori todos
los ingredientes. Sin embargo, no conseguí identificarme del todo
con ellos. ¿Sería que me faltaba la compañía? ¿Que nunca
conseguía disponer verdaderamente de los suficientes minutos para
tomarme el café a gusto?
Hasta
que Chez
Alberta
interrumpió en mi rutina lyonesa. Situado a unos metros de mi casa,
justo al lado de la entrada del funicular, en seguida captó mi
atención. Y lo hizo por una razón nada desdeñable: si no fuese por
el nombre (Chez Alberta. Bar de la colline) y por su situación en
la rue de Trion, bien podría ser un bar de cualquier pueblo
castellano. Toldo verde, terraza inamovible a pesar del clima, siempre
abierto. Un bar cutre, que diríamos. Siempre con gente, pero no
mucha, y siempre obreros de 40 o jubilados a los que apenas les
faltan las fichas de dominó. Pero Chez Alberta tenía un problema:
estaba tan cerca de mi casa, que no merecía la pena ir.
Por
eso lo descubrí solo hace unas semanas. Vi la oportunidad cuando la
desviación del autobús de Martin le obligó a pasar por este barrio
y le propuse tomarnos un café allí. Martin no lo supo, pero era la
excusa que llevaba meses buscando. Entonces, me senté al fin en
aquella terraza y me sentí por fin en una Francia con la que me
identificaba. Porque Chez Alberta bien podría ser un bar de Segovia,
pero estaba en Lyon, bien podría ser italiano por su nombre, pero no
lo era, y su camarera de pelo teñido rojo fuego, con delantal y
gafas de fina montura bien podría ser de todo menos francesa y,
efectivamente, su marcado acento del este de Europa me daba la razón.
Aquel día pedí un pastis,
por darle un matiz francés al asunto.
Ayer en Chez Alberta revisaba unas fotocopias que había hecho en el archivo de la Resistencia durante un día de estudio, mientras removía un café noisette que la Alberta del este amablemente me había servido bien caliente y en taza. Subrayé en mis fotocopias un nombre: Antoine Palomarès. Antoine había nacido en el Ariège, hijo de padre español en 1925 y participó en un batallón de inmigrantes en Lyon vinculado al partido comunista durante la Segunda Guerra Mundial. Su hermano Emanuel también, pero una tubercolósis al final de 1944 le causó una discapacidad del 75%. Antoine recibió en 1984 la Medalla al Mérito Militar por sus servicios a la Resistencia, pero desde 1967 estaba parapléjico por un accidente laboral. Chez Alberta pasó a ser mi café de referencia cuando subrayé en aquella fotocopia el siguiente párrafo de una carta de Antoine Palomarès escrita el 30 de julio de 1985:
“Me
preguntas si he tenido problemas debido a mis orígenes, en el colegio
había discusiones con los italianos o los españoles que a veces
terminaban en peleas con los puños. Luego, en el trabajo en la
fábrica había compañeros que tenían la necesidad de criticar los
orígenes de algunos compañeros, yo los ponía fácilmente en su
lugar aludiendo a mi pasado militar y en la Historia de los pueblos.
No hay razas, pues entonces la raza francesa estaría compuesta de 27
razas diferentes”
27 razas, decía Antoine, que como aquel café, y como yo, no era francés porque era de todos los sitios a la vez, aunque Lyon ya llevaría siempre su huella,
Maravilloso
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