“El
plateau
de fromage
mereció una larga explicación de Doria sobre el papel de los quesos
en la gula francesa, en la sabiduría, Albert, de que los españoles
solo conocéis el queso de bola y el manchego, quesos sólidos de
pueblo con hambre atrasada, mientras que los franceses disponen de
casi 300 clases de quesos comercializados que van desde la sutileza
del fromage
aux fines herbes
a la brutalidad del roquefort. No le gustaban a Rosell los quesos,
pero hubo de probar hasta tres variedades.
-Recuérdalo
bien, Rosell, para cuando te inviten a un domicilio particular en
este país. Nunca desprecies el queso y nuca te sirvas menos de tres
variedades, porque de lo contrario te pondrán el cartel de
excéntrico y te expulsarán primero de la casa, luego de la ciudad y
finalmente del país.”
Manuel
Vázquez Montalván: El
pianista.
El
queso es una institución, un modo de vida, una pauta de
comportamiento. Que levante la mano el francés que no haya recitado
alguna vez en su vida aquella frase de de Gaulle: “¿Cómo
quieren gobernar un país donde existen 246 variedades de quesos?”
(o 358, o más de 300, o más de 400, la cifra puede variar
sustancialmente). Y no es banal. Si tuviese mejor pluma y más tiempo
libre haría un análisis sociológico de Francia a través de
crónicas gastronómicas, más
interesantes sin duda que estas crónicas de la distancia que
empiezan a estar algo manidas. Aunque en referencia a mi primer
escrito, un buen amigo me dijo que era como leer una novela a plazos
pero con las reflexiones reales del que la escribe. Y como a mi me
gustó esta crítica, aquí sigo. En cualquier caso, ese es otro
tema.
Decía
que el queso como fenómeno social en Francia no es un tema banal.
Por eso me gustó tanto la cita de una novela de Vázquez Montalván
que encabeza este escrito. Se trata de un diálogo entre Doria, un
listillo que se las da de controlar toda la vida parisina y Albert
Rosell, un músico recién llegado a la ciudad y que, aunque no traga
a Doria (normal),que este es un completo fantoche, sabe que le viene
bien estar en su esfera. El personaje de Doria es, en efecto,
altamente detestable, pero precisamente por eso, magistral, igual de
magistral que esta lección de “experto”. Toda una lección de
protocolo que en absoluto me esperaba cuando hallé esta novela en
los estantes de la sección de versión original de literatura
hispanophone en la biblioteca municipal de Lyon. Yo, que sólo
necesitaba una buena novela en mi lengua materna para evadirme del
cruel invierno francés, poco podía predecir que apenas una semana
después hallaría una aplicación práctica al presuntuoso consejo
del personaje creado por Vázquez Montalván.
Así,
en el frío invierno, fui invitada a cenar a casa de unos vecinos
folklóricos que querían practicar su español oxidado tras su luna
de miel en Mallorca treinta años atrás. Y para no fallar al
folkorismo gabacho (la palabra no es anodina), me convocaron a las
19h y tras un vino blanco con unos tomates cerices de
aperitivo, pasamos à table y sirvieron una ratatouille
(que es como el pisto manchego, pero con las verduras menos
picadas y dependiendo de cada casa, al horno en vez de en cazuela),
con un oeuf au plat (que son como huevos fritos, pero sin
aceite, lo cual es lo misterio de la física que no se les peguen)
Terminada la cena, y antes de pasar a la tarte tatin de
postre, me propusieron una bandeja entera de quesos, que si bien no
había los doscientos cuarenta y seís de De Gaulle, llegaban a la
decena.
Entonces,
yo, primeriza, imité su gesto de limpiar el cuchillo con un pedazo
de pan (lo cual fue un poco absurdo, pues yo no había utilizado el
cuchillo, cuya presencia veía ridícula para cortar una ratatouille.
Además, tuve que repetir pan, pues el pedazo inicial lo había ya
gastado con la yema del huevo y arrebañando el plato). De este modo,
con mi cuchillo relimpio y sobre el pequeño plato de postre que me
habían servido, ataqué el plateau de fromages, siguiendo a
aquel españolito emigrado en Francia en los '1930: un poco de brie,
un pedazo de un petite chèvre y otro de un queso mohoso que
no llegaba a ser roquefort y, que lo siento mucho, no le llega
a la altura de los talones a mi cabrales.
Orgullosa
de mi integración cultural a pasos agigantados, me despedí de los
vecinos con un apretón de manos como si estuviésemos firmando un
tratado internacional, aunque no debí estar a la altura, pues no han
vuelto a llamarme, a pesar de que me prestaron un par de libros que
aún no he tenido la oportunidad de devolverles. O eso, o que no les
gustó que mojase su espléndida baguette en la yema del
huevo.
Sin
duda, no soy yo quien para dar consejos a nadie (en verdad en muchas
situaciones soy más bien un ejemplo de lo que no hay que hacer),
pero, y sin que sirva de precedente, el papel del queso, no como
aperitivo, ni en bocadillo, sino única y exclusivamente después del
plato principal y antes del postre, en el protocolo afrancesado es
algo a tener muy en cuenta. Y como estoy en el país de un tipo
de queso para cada día del año, y aspiro algún día a comprender
un mínimo de esta folklórica gente, de vez en cuando paseo los
domingos por la mañana por los maravillosos mercados del Quai des
Celestins o del Boulevard de la Croix Rousse y, evitando tentaciones
en los puestos de aceitunas y fresas (sí, hay puestos sólo de
fresas), invierto una parte de mi exiguo jornal en catar nuevos
quesos, y apunto sus nombres.
Porque
en este país tan protocolario, bizarro y apegado a sus tradiciones
desde tiempos de Carlomagno, me fui a topar con la única casa de
todo el Hexágono, que, además de no tener cafetera (ver
http://cronicasdeladistancia.blogspot.fr/2015/06/chez-alberta-o-la-importancia-del-cafe.html
), no les gusta el queso.
Monsieur,
así no hay quien se integre.
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