"Elle est triste elle fait valoir
Le doute qu'elle a de sa réalité dans les yeux d'un autre."

En exil, Paul Eluard.

sábado, 30 de mayo de 2015

Cuando ya no soy yo la que se marcha. Historia de un à bientôt.

Todo es muy raro -dijo Greta- Te pasas media vida tratando de llegar a un punto desde el que no puedas volver y otra media intentando encontrar el camino de regreso”
Benjamín Prado, Raro.

Tres millas de distancia no cuentan cuando existen serios motivos para recorrerlos”
Jane Austen, Orgullo y prejuicio.

Creo que la distancia me ha hecho más egoísta. Y también creo que en estos 9 meses (¿ya?/¿sólo?) el francés no es precisamente mi principal aprendizaje, pero tampoco mi principal defecto. Pues, ante todo, he hecho un curso intensivo en saber relativizar. (Bueno, seguimos en ello). Y relativizar significa no cargarse el mundo sobre los hombros (The Beatles decían a Jude que don't carry the world upon your shoulders) Interiorizar de una puñetera vez aquello de que no tenemos nada (ni somos, que diría Evaristo), por lo que no hay nada que perder. Y, sobre todo, dejar de pensar en mi pequeña tragedia cotidiana como si fueran las siete plagas. Y aprender a relativizar el egoísmo de querer que todo el mundo se acuerde de mi cada día, que me envíen cartas cada semana y que me digan que están deseando que vuelva, como si el ellos no tuviesen ya su propia vida. Pero supongo que a todos nos pasa, ¿no?, al fin y al cabo necesitamos sentirnos queridos, imprescindibles desde el momento que tenemos la suerte de querer y de necesitar a determinadas personas. Porque qué sería de la vida sin reciprocidad.

Aprendo a combatir mi egoísmo justo en el momento en que ya no tiene sentido que nadie me diga aquello de “no quiero que te vayas, quédate conmigo”, sino que los roles se invierten y ya no soy yo la que se marcha, sino la que se queda. Justo en el momento en que todos hemos aceptado mi abandono indefinitivo de mi casa, mi barrio, mi ciudad, y cuando casi sin darme cuenta me he forjado otra casa, otro barrio y otra ciudad. Cuando las llamadas de skype, las cartas se van poco a poco extendiendo en el tiempo, porque tanto los que quedaron como yo (aunque a mí me haya costado bastante más) nos hemos dado cuenta de que estos malditos kilómetros no van a ser capaces de romper los lazos. Cuando he vuelto de visita pero sin perder la sensación de que sigo perteneciendo a ese paisaje a pesar de todo. Entonces, justo en ese momento en el que he superado el síndrome de Estocolmo primero, y luego el dolor de sentirte parte de dos sitios a la vez cantando, como The Clash, si debo quedarme o irme (should I stay or should I go), y aunque siga haciéndome un maldito lío con el aquí, el allá, el ici, el , justo entonces, dejo de ser la que se marcha para ser la que se queda.



Ella se llama Ana, tiene la piel suave y dejó su paradisiaco Río de Janeiro por unos meses para lanzarse a la aventura francesa. Y estoy segura de que para ella el francés tampoco fue su principal aprendizaje. Ana vino, se enamoró y nos enamoró a todos, viajó, sonrió, se hizo un tatuaje, siguió sonriendo, bailó, aguantó el frío y se fue. Con Ana rodé de risa por el suelo cuando un camarero nos trajo un café en vez de las patatas fritas que habíamos pedido. Con Ana terminamos hablando portuñol hartándonos de las batallas lingüísticas de nuestros respectivos acentos y el francés. Ana me ha regalado mucho más que un foulard que vio en Berlín y le recordó a mi, una decena de postales, dos fotografías nuestras dedicadas y una bolsa llena de libros que no le cabían en la maleta de vuelta. Con Ana no he solamente descubierto los mejores lugares de Lyon. Yo aprendí a vivir con sus tardanzas a las citas, y ella con mis horarios locos. Por Ana he dado gracias al azar que hizo que nos encontrásemos en un domingo de septiembre, entre tanto estudiante Erasmus y una Rocío que hizo acto de presencia buscando compañía en ciudad ajena, pero que terminó encontrando amistad.

Ana llegó ayer tarde a nuestra cita en aquel restaurante para despedirnos, antes de que hiciese su último viaje por Italia y cruzase el océano. Como desde el primer día que nos vimos, pedimos las dos el mismo plato. La primera vez fue una crepe de nutella, ayer fueron unos macarrones al pesto. El camarero era portugués y ella le habló en su idioma nativo. Comimos bastante calladas y no hicimos excesivas florituras en nuestra despedida. La abracé, y le dije à bientôt, porque no será un adiós. Le prometí que iría a Río, independientemente de que ella antes decida volver a cruzar el charco.

No le dije adiós porque mi experiencia al otro lado de la trinchera, en el campo de batalla de los que se van, me enseñó eso. Porque ahora soy yo la que me quedo. Me quedo en una casa, un barrio, una ciudad que terminaré haciendo mía, y ahora es otra persona la que se me va. Una ciudad que el mismo día que se marcha Ana, viste sus principales plazas con flores. Se va de esta ciudad a la que le debo el gusto de haberme dado flores como Ana. Ana que se marcha de donde yo me quedo. Se marchó Ana ayer, pero mañana serán otras flores. Flores que volverán a deperdigarse por los dos lados del Atlántico, del mismo modo que yo me desperdigo. Flores que dejamos polen allá a donde vamos, y de vez en cuando algún pétalo, por eso nos vamos reconstruyendo. Ya lo decía Benedetti, mi noción de patria es esta urgencia de decir "nosotros". Nosotros, que nos vamos y nos quedamos al mismo tiempo. Nosotros, que aprendemos cada día, pero que nos olvidamos de pisar el freno, de soltar amarras, de renunciar. En fin, que nos olvidamos de decir adiós.





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